Han informado los noticieros que en el colegio distrital Jaime Pardo Leal, unos niños de grado sexto abusaron de una niña, de una condiscípula. Abusaron sexualmente, la violaron, varias veces según parece. La niña tiene una deficiencia cognitiva, un retraso mental. La familia supo porque la niña empezó a rayar sus cuadernos, a dañar sus tareas y ejercicios de clase. Así pudo decir de su dolor, de su angustia. Se trata de niños de alrededor de trece años.
Este es, se sabe muy bien, sólo uno entre miles de casos de niñas y adolescentes violadas en nuestro país. Sólo uno. Son miles y miles. Lo que pasa es que el violador no fue esta vez el padre, o el padrastro, o el tío, o el profesor, o el cuidador, o el vecino, o el entrenador. No. Fue, o fueron, sus propios compañeros de clase.
O sea que al terrible dolor de la niña y su familia, tenemos que sumar el de saber que unos niños de trece años, que tendrían que haber rodeado de ternura y de protección y de certeza a su condiscípula, en una circunstancia especial de indefensión de la niña, no sólo no lo hicieron sino que la traicionaron, la timaron, la engañaron.
¿Por qué esa maldad tan terrible? ¿Qué les ha puesto en el corazón a esos niños esta época del mundo, esta cultura, esta sociedad, este país, esta ciudad?
Pero no, a los trece años uno es un niño todavía. No es concebible tanta maldad. Tal vez era, al principio, un juego, una picardía. De repente, la primera vez, los niños solo la llevaron al quinto piso del colegio como una broma, para asustarla un poco y después reírse y volver a clase o a almorzar todos juntos.
Pero ya viéndose allí, los fue ganando una fuerza, un impulso oscuro, que ni ellos mismos sabían de dónde provenía. Tal vez de una película, tal vez de un comentario de alguien cercano que suele menoscabar a las mujeres, tal vez algo en las redes sociales, tal vez cierta noción que ha estado llegando a sus mentes acerca de lo que significa la hombría, el poder, la dominación, el goce a ultranza, el envanecimiento ante los otros.
Yo quiero pensar que eso fue lo que pasó. Algo como eso. Quiero pensar que los culpables son los adultos, no los niños. Eso que llamé la cultura y la sociedad, son los adultos en este caso, no los niños. Los adultos trataron mal la materia delicada de que están hechas las manos y las almas de esos niños. La degradaron, la ensuciaron, la contaminaron.
Quiero pensar que durante los años del colegio, desde chiquitos, esos niños aprendieron a querer y a proteger a esa niña, Que era su condiscípula, muy cercana, muy especial, como decir, su hermana. Y que siempre que pudieron la pusieron a salvo, la protegieron porque estaba en una situación especial de debilidad.
Después, de repente, vino esa sed oscura, ese aliento dañino, y los niños ya no fueron ellos mismos. Otro ser deforme y vil se metió en su cuerpo. Y todo se fue a los mil demonios.
Quiero pensar así.