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El 17 de mayo pasado las disidencias de las FARC asesinaron a cuatro niños indígenas en El Estrecho, un caserío entre Amazonas y Caquetá. Los niños, de poco más de 13 años de edad, se escaparon del campamento en que los tenían a la fuerza. Y por eso los mataron. Es decir, unos hombres, hechos y derechos, adultos, buscaron a esos niños, los encontraron y los asesinaron. A disparos.
No hablemos ni siquiera de la hipótesis falaz y absurda de atribuir a este grupo ilegal y a sus actos un carácter político. No hablemos de eso porque es ofensivo. Porque, ¿de qué manera reclutar niños a la brava y asesinarlos si se resisten, sirve a un ideal político?
Vuelvo al asunto de que unos hombres hechos y derechos, asesinaron a unos niños. Fueron, recorrieron las veredas, buscaron y buscaron entre las comunidades aterrorizadas, encontraron a los cuatro niños y los mataron. A balazos. A cuatro niños que no querían hacer parte del grupo criminal y desesperados, se habían escapado. A cuatro niños que querían una vida como la queremos todos para nuestros hijos. Trabajando y respirando y andando libres entre los demás.
Esta violencia nuestra es una de las formas más sucias y degradadas de toda violencia humana. ¿Cómo le apunta uno un arma a un niño y le dispara? ¿Qué clase de cobarde hay que ser? ¿Cómo le mata uno a una mamá, a un papá, su hijo de 13 años? ¿Cómo? ¿Qué tiene en la cabeza el asesino que hace eso? ¿Qué siente?
O ya no siente nada. Su cometido es asustar a las comunidades, hacerles saber que al que se les oponga, lo matan. Esa es la orden, esa es “la misión”, es un asunto militar entre comandantes, entre hombres hechos y derechos. Tienen todas las armas y los métodos para ejercer la violencia más asquerosa y desgraciada, y sobre todo, ya están anestesiados. Ya no disciernen, ya no sienten tristeza ni angustia. Pueden matar así porque ya no sienten.
Es que pararse delante de un chiquito de 13 años y mirarlo a los ojos y asesinarlo a balazos, es el acto de alguien que ya está más allá de la mera maldad. Es el acto de quien ya está tan degradado, que no tiene posibilidad del raciocinio más elemental, del acto de conciencia más simple, de la clemencia más primaria. Se deshumanizó ya por completo.
Un tipo fuerte, alto, poderoso, armado, asesinando a un niño, asesinando a unos niños que apenas le llegarán en estatura a la cintura. El desconcierto de los niños, el miedo y la incredulidad de esos niños. ¿Por qué me mata este señor? ¿Por qué no tengo derecho a mi vida? Este es mi territorio, mi comunidad, ¿por qué me matan?
¿Y con estos asesinos tenemos que negociar? No tenemos chance. No hay posibilidad de que eso salga bien. Ya esos grupos criminales están más allá de cualquier frontera, ya el narcotráfico los degradó irremediablemente.
Ya son insensibles a cualquier forma de violencia. Toda es válida y posible y está a la mano. Y lo peor, ya no pueden parar. Ya no hay otra vida posible para ellos. No pueden parar ya.
Están anestesiados, irreparablemente.
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