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Apareció en estos días en la televisión Vargas Llosa desde Madrid, hombro con hombro con el presidente Duque. Elogió, entusiasta, al presidente colombiano. Dijo, palabras más palabras menos, que estaba haciendo una magnífica gestión y que había que cuidarlo porque había fuerzas perversas que quería hacerle daño.
¡Hágame el favor!
Vargas Llosa debería venir a Colombia y ver cómo asesinan a un líder social o a un desmovilizado o a un soldado casi diariamente. Debería venir y ver cómo violan a una niña o a una adolescente todos los días de nuestra vida. Debería venir y ver cómo hay 21 millones de colombianos que no pueden comer las tres comidas diarias y no tienen saneamiento básico ni una vivienda decente. Debería venir y ver cómo 10 millones de colombianos, casi la mitad de la fuerza de trabajo del país, están desprotegidos y sudándosela en la calle.
Mientras el presidente Duque piensa en la “economía naranja” y en “la paz con legalidad” y se pavonea por los “programas sociales” que está desarrollando, que eran un asunto elemental y simplemente técnico, que cualquiera con dos dedos de frente hubiera implementado. Y que él demoró y manejó con tanta torpeza, que incendió al país y casi produce una guerra civil.
¿Eso es lo que festeja Vargas Llosa?
Yo, con el mayor respeto por el pueblo peruano, nunca lo he tenido en buen concepto, ni siquiera como escritor. Es una opinión personal, de una persona sin ninguna importancia como yo. Él es una figura mundial.
Cuando la academia sueca le dio el premio Nobel de literatura me pareció un gran error, una falta de sindéresis, una inmensa injusticia. Una descachada, como decimos en Colombia. ¿Vargas Llosa premio Nobel? ¿Cuando no lo recibieron Alejo Carpentier, Lezama Lima, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Juan Rulfo? ¿Semejante fuerza en la escritura, semejante gracia y semejante originalidad de escritores?
Vargas Llosa es, en mi humilde concepto, un escritor competente, profesional, que puede producir una novela por año o algo parecido, de cierto gusto y de cierta calidad. Por lo demás, muy lejos de lo que fueron sus libros de hace 60 años como La ciudad y los perros y La casa verde, y ya definitivamente distante del nivel de los grandes renovadores del castellano que mencioné antes. No tiene la estatura de ellos.
Vargas Llosa es a la literatura latinoamericana lo que Haydn era a la música de su tiempo. Un compositor adocenado, muy inferior a su antecesor Bach, a su contemporáneo Mozart y a su sucesor Beethoven. Sí, dejó decenas de cuartetos y sinfonías y conciertos, pero no compuso las Suites para violonchelo solo, ni el Réquiem, ni al Cuarteto 14. No tenía ese genio.
El escritor peruano de esta época, más valioso, conmovedor y emocionante, era Julio Ramón Ribeyro. En mi opinión. Y digo todo esto con el mayor respeto por los peruanos. Y por los lectores de Vargas Llosa. Se trata, como ya dije, de gustos personales.
El asunto, volviendo a los reflectores y a la cámara de televisión en Madrid, al lado del presidente de Colombia, es que la faceta de escritor de Vargas Llosa es la que se puede, en un momento dado, analizar, cotejar, sopesar.
La de analista político sí ni de fundas.
