El consumismo es la causa del 65% de todas las emisiones globales de Gases de Efecto Invernadero (GEI), conforme a lo estimado en los recientes estudios sobre el tema. Este consumo desmesurado, tanto de bienes como de servicios, constituye uno de los principales factores de la desaparición de los hábitats, la reducción de la biodiversidad y la destrucción de las materias primas, la amenaza catastrófica que se cierne sobre el planeta bajo el alero del calentamiento global. Y a la industria aérea le cabe elevada cuota de responsabilidad. Es, circunstancialmente, una de las formas de consumo que más huella de carbono registra en la atmósfera y la más alta del sector turístico.
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El consumismo es la causa del 65% de todas las emisiones globales de Gases de Efecto Invernadero (GEI), conforme a lo estimado en los recientes estudios sobre el tema. Este consumo desmesurado, tanto de bienes como de servicios, constituye uno de los principales factores de la desaparición de los hábitats, la reducción de la biodiversidad y la destrucción de las materias primas, la amenaza catastrófica que se cierne sobre el planeta bajo el alero del calentamiento global. Y a la industria aérea le cabe elevada cuota de responsabilidad. Es, circunstancialmente, una de las formas de consumo que más huella de carbono registra en la atmósfera y la más alta del sector turístico.
Sin embargo, el servicio de transporte aéreo está lejos de ser un consumo masivo que justifique una relación de proporcionalidad directa con sus altos niveles de contaminación. Todo lo contrario: resulta ser un consumo marcadamente elitista. Más del 90% de las personas en el globo terráqueo jamás han ocupado una silla de avión, cifra que llama poderosamente la atención por su inequidad, pero que sorprende menos que aquella en la que se revela que el 15% de las emisiones de los vuelos las produce solo el 1% de la población mundial. Una ínfima minoría que dobla aquel 7% de las que es responsable el 50% más pobre de la humanidad.
Contrario a lo que pudiera pensarse, no es, justamente, la aviación comercial, la de las líneas aéreas regulares, la protagonista estelar de esta artillería contaminante que el sector descarga a diario sobre el planeta. El gran detonante de emisiones de CO2 lo configura la aviación privada, modalidad de transporte de fuerte impulso en Estados Unidos y Europa, donde operan 25 mil jets, muchos de ellos ataviados con particulares características de confort, lujo y comodidades.
Estas pequeñas aeronaves pueden alcanzar emisiones de dióxido de carbono de hasta dos toneladas en una hora, lo que representa un nivel de contaminación desmesurado que contrasta con la huella que deja, por ejemplo, un habitante de la Unión Europea, con un promedio de 8,3 toneladas de CO2 al año. Su impacto contra el medio ambiente es tan desproporcionado que supera de cinco a catorce veces por pasajero las emisiones de los aviones comerciales, y en cincuenta las de los trenes. Únicamente en Europa estas aumentaron 34% entre 2005 y 2020, con un crecimiento preocupante en Reino Unido y Francia, líderes de ese mercado en la región y generadores del 40% del total continental.
La aviación privada suele ser el medio de transporte de multimillonarios, jefes de Estado, líderes empresariales, celebridades y algunas que otras familias de clase media en el mundo, para quienes tener avión propio o frecuentar su uso se ha convertido en símbolo de estatus, sin miramiento de su impacto ambiental. Darío Kenner, autor de “Carbon Inequality: The Role of the Richest in Climate Change”, acuñó el término élite contaminante para describir a los más ricos de la sociedad que invierten, sin límite alguno, en combustibles fósiles muy lejos de reflexionar sobre el profundo daño que su peculiar estilo de vida le produce al planeta. Una amplia tajada de esa élite ha hecho de los viajes parte de sus marcas personales, un comportamiento que replica e induce a la imitación por parte de otros personajes a quienes les animan iguales deseos aspiracionales.
Stefan Gössling, profesor de turismo de la Universidad de Linnaeus, en Suecia, se dedicó varios meses a rastrear en redes sociales los perfiles de medio centenar de personalidades, millonarias y famosas, para conocer sus hábitos de vuelo, y el resultado no arrojó mayores sorpresas. Para figuras del corte de Taylor Swift, Kim Kardashian, Paris Hilton, Floyd Mayweather, Steven Spielberg u Oprah Winfrey, entre otros, estar a bordo de un avión es una cotidianidad, pues son viajeros irredimibles, bien sea por actividades de trabajo o, simplemente, de placer.
Igual sucede con estos populares multimillonarios que se han convertido en activistas ambientales como Bill Gates, Jeff Bezos, Elon Musk y Michael Bloomberg quienes, pese a invertir cuantiosos recursos personales en la búsqueda de soluciones para combatir el cambio climático, son parte fundamental del problema. En la investigación de Gössling, ninguno de ellos sale bien librado. Gates, por ejemplo, en 2017, el año del estudio, realizó 59 vuelos: una docena alrededor del mundo. Cubrió una distancia de 345 mil km y, efecto de sus desplazamientos, la atmósfera recibió 1.600 toneladas de gases de efecto invernadero, equivalente a las emisiones anuales promedio expulsadas por 115 estadounidenses.
Amazon, la exitosa tienda de comercio electrónico de Bezos, por su parte, ha sido cuestionada por las elevadas emisiones que desata la comercialización online de sus mercancías y el transporte aéreo de los mismas que, sumadas, equivalen a las que produce Portugal, un país de más de 10 millones de habitantes. De las críticas tampoco se salva otro producto suyo: Airbnb, compañía tecnológica de alojamiento cuestionada por los efectos ambientales que genera la aparición descontrolada de viviendas de alquiler. Pero tanto Gates, como Bezos y Musk, fundador de la empresa aeroespacial SpaceX, pecan y rezan al tiempo al reafirmar el compromiso de revertir su historial contaminante y, en compensación, desarrollar tecnologías que contribuyan a mitigar los efectos de la crisis.
Las considerables huellas de carbono de la sociedad más rica afianzan la desigualdad social y ponen en riesgo los inciertos intentos por evitar un cambio climático catastrófico. Sin abordar de plano sus estilos de vida y su consumo exagerado será imposible cumplir la meta del cero neto de emisiones para 2050 y evitar, de esa manera, poner en riesgo no solo a los ecosistemas, sino a las comunidades; particularmente las más vulnerables.
La estabilidad del planeta corre serio peligro. Construir una sociedad sostenible debe partir de la pronta eliminación de combustibles fósiles. Será necesario restringir jets privados y yates de lujo, pero, además, transformar hábitos de consumo y consolidar conciencia ambiental y social. El cambio climático se hace irreversible, el tiempo se agota, la distancia del desastre está a vuelo de pájaro y, de seguir entre las nubes, no habrá fortuna humana que nos salve. ¡La hecatombe, al contrario de la riqueza, no será solo para la élite!
En el sector: El manejo escandaloso del patrimonio público por parte del Estado no tiene límites. Los inmuebles decomisados por la SAE se esfuman, literalmente, en beneficio de intereses oscuros, mientras las islas de Rosario, en Cartagena, se encuentran en poder de privilegiados particulares, que las disfrutan amparados en irrisorios contratos de arriendo. La decisión del gobierno de buscar una terminación anticipada de los predios y ponerlos al servicio de las comunidades nativas para su explotación turística es acertada y responsable.
@gsilvar5