La estrecha derrota sufrida en la cancha del plebiscito, desde donde el Gobierno se proponía gambetear los problemas que nos llevaron al conflicto armado, no debería hacer perder de vista algunas coordenadas de desarrollo contempladas en el fallido acuerdo de paz.
Echar por la borda puntos de consenso en temas como la reforma rural y la sustitución de cultivos, compromete las expectativas de sentenciar mejores vientos para las regiones y de generar oportunidades para potenciar el turismo.
El convenio logrado con las Farc permite girar la manivela de los indicadores económicos y sociales de los territorios victimizados por la violencia –precisamente los mismos que apoyaron el Sí-, en donde se materializa buena parte de ese medio país secuestrado desde hace cincuenta y dos años por el grupo guerrillero, y que se proyecta y lo seguirá haciendo como el nuevo polo del desarrollo nacional y el futuro de la industria turística.
El Estado se encuentra obligado a meterle el diente a estas regiones fracturadas, caídas en el olvido y el abandono, y proverbialmente alejadas de su control. La posibilidad de oxigenarlas, a través de inversiones sociales y de escenarios de inclusión y democracia, para encauzarlas hacia su verdadera vocación productiva y turística queda en veremos con los resultados del domingo, y se frena la locomotora encargada de implementar proyectos de corto y largo plazo en materia de desarrollo comunitario; ambiental y paisajístico; vial, de infraestructura y de conectividad.
El reto de voltear las páginas de violencia, desigualdad y pobreza en dichos territorios deberá mantenerse y encauzarse como política de Estado, dentro del propósito de trazarles caminos de prosperidad a sus habitantes, y de abrirles ventanas a las posibilidades de extender la frontera territorial para el turismo, dada su atractiva gama de propuestas culturales, arqueológicas, ecológicas, agrícolas, acuáticas y de aventura. Concurre allí un generoso mercado, abundante en experiencias vivenciales y contemplativas, el más autóctono y genuino que pudiera ofrecerse dentro del portafolio colombiano. Un inestimable patrimonio que por sus ventajas comparativas ya quisieran tener, visibilizar y disfrutar muchos países.
La regionalización del turismo garantiza la descentralización del sector y les abre espacio a estas tierras estigmatizadas para incorporarse dentro de su cosecha. Los actores públicos y privados a nivel nacional, seccional y municipal, y la sociedad organizada, no pueden dejar al margen su responsabilidad para contribuir a su rescate; integrar y estructurar procesos de gestión para planificar y reglamentar la prestación de los servicios, y garantizar la seguridad de turistas y residentes. Las propuestas regionales deberán impulsarse y moverse al mismo ritmo del posicionamiento de los tradicionales destinos ya masificados.
El turismo –tan cercano a convertirse en el primer generador de divisas- resulta ser un gran aliado en el ejercicio de cimentar las bases de la paz, para echar a rodar el irreversible proceso de construcción de una nación moderna, inclusiva y sostenible. Poner a manteles su inigualable y desperdiciada oferta de recursos naturales, de particularidades climáticas y de culturas nativas, será una apuesta que garantizará progreso y multiplicará viajeros e inversionistas.
El presidente Santos tendrá ahora que vestirse de overol para liderar una compleja convocatoria con la oposición política y la cúpula insurgente, y evitar de esta manera que su trabajo de cinco años se diluya y vuelvan a retumbar los tambores de la guerra. Salvar herramientas importantes del acuerdo permitirá crear tejido social y fortalecer las provincias, desde donde deberá forjarse el turismo colombiano. Aunque el mandatario perdió su primera partida, promete seguir trabajando por la paz y el desarrollo, una vez se sacuda del tropezón con el que el ex presidente Uribe y los seguidores del No, nos hicieron aplazar el gustico.
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