La percepción de inseguridad y riesgo afecta de manera significativa, en algunos casos devastadora, la imagen de un país, y una de sus primeras víctimas es el turismo, una industria sensible que se alimenta de un mercado global altamente competitivo, cuyo soporte se fundamenta en la confianza, la certidumbre y la estabilidad económica, política y social que ofrece el destino.
Factor relevante en la escogencia de cualquier plan de viajes es el nivel de seguridad del lugar, incluso por encima de los precios, gentes y atractivos. Esta industria es sinónimo de paz, nace y vive de ella, interactúa en simbiosis, la consolida y la pone a producir. No en vano la propia OMT reconoce que el turismo es una actividad negada para los “destinos con agitaciones sociales, en guerra o donde los turistas perciban que su seguridad personal o su salud se sientan amenazadas”.
Son visibles las experiencias de países donde sus propios conflictos o conflagraciones externas han golpeado su turismo e incluso han arrasado sus economías. Cuando Haití, Siria, Líbano, Iraq, Egipto y Túnez se transformaron en campos de batalla, dejaron de existir como paraísos turísticos. Israel y México enfrentan serios aprietos de seguridad, pero es la madurez de sus industrias turísticas las que apaciguan sus dañinos efectos.
En Colombia el turismo es incipiente y durante la última década algo ha crecido en medio del desmedido embate de las organizaciones armadas. Pero si bien es cierto que las inversiones extranjeras refrescan el ambiente, la hotelería se internacionaliza y la conectividad aérea señala progresos, la percepción exterior, basada en esa realidad, sigue siendo obstáculo para el acceso de millonarias divisas y mayores flujos de viajeros.
Por eso, mientras persistan los problemas internos, replicados por la publicidad de los medios de comunicación, Colombia seguirá cargando el lastre de un país en crisis, y las pretensiones de armar una nación confiable y segura para el turista tendrán que esperar.
Las elecciones presidenciales del próximo domingo tienen implicaciones para el futuro de la industria de la paz. Plantean la opción de fortalecer un proceso de negociación que pueda ser exitoso, reencamine el rumbo del país, renueve su imagen y lo coloque en las primeras planas de los portafolios de viaje, escenario que reporta dividendos económicos y sociales. O la de de continuar con una guerra estéril, latente y ciegamente destructiva, que da cuenta en el imaginario popular de ser este un territorio para turistas intrépidos. La decisión responsable, desde luego, será por aquella que se la juega y apuesta por la paz.
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