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El excéntrico magnate estadounidense Donald Trump sigue y seguirá dando de qué hablar.
Esa permanente disposición suya de abrir la boca en defensa de sus ideas de extrema, adobándolas con insultos y provocaciones a quien se le ocurra, proyecta su compleja personalidad, cultivada por la generosidad de su fortuna y el notorio afán publicitario que lo hace diestro en el manejo de su imagen mediática.
Su accionar en la política, a punta de generar polémicas y lanzar diatribas a diestra y siniestra, es solo comparable con su cultivada sagacidad empresarial, que le permite percibir hábilmente la almendra de los negocios y resucitar de los reveses para consolidar riqueza. Su fortuna, según la clasificación de Forbes, alcanza los US$4.100 millones, fruto de su intuición, sus mezquindades, su carácter desenfrenado, su resistencia a las críticas y ese temple compulsivo que lo lleva a romper reglas, crear expectativas y generar pánico.
El nombre de Trump está estrechamente asociado con el turismo y resulta de alguna manera familiar en Colombia, donde el rumor de su llegada para aportar la franquicia a variados proyectos, fuera de entusiasmar a cierto empresariado criollo, no se traduce en realidades. El eventual aterrizaje de sus inversiones se viene cantando desde mediados de la década pasaba cuando el hoy controvertido precandidato presidencial republicano pareció entusiasmarse con la idea de liderar algunos proyectos turísticos e inmobiliarios en el país.
El primer amago se produjo al vaivén de los mejores vientos que empezaron a soplar en materia de seguridad y estabilidad política hacia 2005. Se abrió entonces la posibilidad de levantar una ciudadela turística en Cartagena, dirigida al mercado de los Baby Boomer —las generaciones afloradas entre 1946 y 1964—, a un costo de US$500 millones. Las buenas intenciones del perspicaz magnate, sin embargo, se quedaron en la mitad del camino. Dejó las valijas en Panamá y levantó allí, seis años después, un suntuoso hotel de 70 pisos, el más alto de América Latina, donde se invirtieron US$430 millones.
Con el camino del tiempo su emporio económico le apostó en el discurso a construir un exclusivo club de golf y un complejo empresarial en Bogotá, así como un baluarte turístico en Tolú y dos ostentosos resorts VIP con marina y casino, en Santa Marta y Barranquilla. El Hotel El Prado se incluyó entre las cuentas, pero al final todo el arsenal de propuestas se quedó en veremos. Se dice ahora que el excéntrico neoyorquino de 69 años compró un hotel en Medellín, cuyas puertas se abrirían en 20 meses, y que es grande su interés por invertir en el fútbol colombiano, en el que se evaluarían varios clubes, tras una fracasada oferta de US$100 millones por la compra del Atlético Nacional. El retrovisor les recuerda a algunos, sin embargo, viejas palabras de charlatán.
La experiencia vivida en México, el blanco de sus ofensivos dardos electorales, tampoco se ha olvidado. En 2006 anunció con “bombos y platillos” la construcción de dos lujosas torres de apartamentos en las playas de Tijuana, pero el negocio colapsó, sacudido por la crisis económica internacional. Ante al escándalo de los indignados compradores, Trump se desligó del proyecto y culpó a los constructores locales bajo el pretexto de que solamente había licenciado el uso de su nombre. Como en repetidas ocasiones, puso a flote su habilidad para sacarle el cuerpo a los negocios que fermentan. La misma que —como arma maestra— utiliza con declaratorias de quiebra frente al acoso de sus excesivos endeudamientos. Gracias a la fortaleza de su marca personal, las leyes de bancarrota las usa para crecer.
La idealizada imagen de este ejecutivo ególatra —hijo de madre y abuelos inmigrantes— que incursionó sin éxito en la aviación tras su fracaso como propietario de la Eastern Airlines Shuttle, subsidiaria de la Eastern Airlines —y quien dispone para el uso personal de una lujosa flota de cuatro aeronaves— la describió una humilde licenciada mexicana, afectada por sus fantasías xenófobas: una cosa es vivir en rascacielos y otra con los pies en la Tierra. Y Trump, el avión de los negocios, vive en las alturas de su exagerada y calculada vanidad. “Como un gallo que creía que el sol había salido solo para oírlo cantar”, al decir de T.S. Eliot. Porque es dueño él, del más puro cacareo.
gsilvarivas@gmail.com
