Poseer aviones presidenciales no siempre resulta buen negocio y venderlos se ha convertido en una tarea complicada, debido a la particularidad de sus configuraciones, inútiles para la operación de los vuelos comerciales. Esto acaba de pasar con el polémico y depreciado avión oficial mexicano, que duró cuatro años para conseguir comprador, tras una década de gastos y derroche de recursos públicos.
En estos tiempos recientes, el mercado del usado aéreo en la región es el que más se ha venido moviendo en el mundo, con una variada oferta, que incluye aeronaves en plan de jubilación o de uso moderado. El mayor problema es la falta de inversionistas interesados. Sucedió con el viejo Boeing 737-528, de bandera peruana, parqueado definitivamente porque nadie se animó a cancelar los US$5 millones a los que llegó a rebajarse.
Otros países vecinos, con aviones elegantes pero relativamente sencillos, también los vienen feriando, mientras devoran inoficiosas millonadas para su mantenimiento. Ocurre en Ecuador donde, hace dos años, el presidente Guillermo Lasso ordenó la venta del Legacy EMB-135; en Bolivia, con el Falcon 900 EX EASY, fabricado originalmente para el equipo de fútbol inglés Manchester United y adquirido por Evo Morales por US$38,7 millones; y en Argentina con su alicaído Tango 01, al que se le acaba de conseguir reemplazo, un moderno Boeing 757-256, de US$25 millones, con su dormitorio y gran sala de juntas.
Los aviones presidenciales, propios de un exclusivo club de naciones, que apenas sobrepasa las tres decenas, son cada vez más competitivos en sus avances tecnológicos y funciones especiales La mayoría de ellos, hoy en día, impresiona por la inmensidad de su envergadura y por sus flamantes diseños interiores, dotados de lujos, curiosos detalles y no pocas extravagancias.
Entre los más encumbrados aparatos, el de mayor reconocimiento, actualmente, es el majestuoso Air Force One, estadounidense, convertido en leyenda a fuerza de recorrer el globo y de aparecer en crónicas de cine. Este Boeing 747-200B es una verdadera réplica en el aire de la Casa Blanca, con tecnología superior y dividido en tres secciones, repartidas en 4.000 pies cuadrados. Sobresalen su elegante salón de conferencias, la suite del presidente y las habitaciones para acompañantes. El año próximo se estrenará un nuevo presidencial, cuyo valor sobrepasa los US$900 millones y será una versión mejorada del portentoso Boeing 747-8.
Volando ligeramente más bajo en los índices de costos, servicios y fastuosidades, se encuentran la poderosa bestia rusa, el Ilyushin Il-96, un solemne cuadrimotor de 65 metros de largo; el Airbus A340-313 de Alemania, con hospital y detalles VIP; el Airbus A330-200 francés, que ha sido transformado en un centro de comando volador, y el Boeing 747-400, valorado en US$250 millones, que aborda el presidente chino, Xi Jinping. El Boeing 747-8 de Qatar y el Airbus A330 del Reino Unido también se encuentran a la misma velocidad de crucero.
Dentro de esa encopetada clasificación de las más famosas y costosas aeronaves presidenciales figura el sofisticado avión mexicano, epicentro de una atizada polémica por su precio de compra y su innecesaria suntuosidad. Se trata de un Boeing 787 Dreamliner, de primera generación -el más moderno del mundo-, adquirido, en 2012, por el expresidente Felipe Calderón, por US$218 millones, suma que ha llegado a doblarse por intereses de financiación, mantenimiento y pago de talleres de la Boeing, en California, donde fue exhibido para su venta.
La versión está lujosamente diseñada en cuatro secciones, capacidad para 80 personas, y dotada de elegante suite presidencial, oficina privada, sala de juntas, recámara con cama king-size, ducha y caminadora, más sendos asientos para todos los ocupantes, con pantalla personal, sistema de entretenimiento y teléfonos satelitales. Paradójicamente, Calderón no logró estrenarlo, pero fue su sucesor, Enrique Peña Nieto, junto con colaboradores, familiares e invitados, quienes lo utilizaron con desmesura. La dicha les duró dos años y 214 vuelos, hasta cuando desistió de usarlo, luego de que una beligerante oposición lo acusara de despilfarro y le exigiera austeridad.
Fue un cuatrienio el que su principal contradictor, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), se tomó para venderlo, hasta que la semana pasada, luego de una discutida transacción por US$92 millones, voló, sin ceremonia alguna, hacia su nuevo destino, los hangares, también presidenciales, de Emomali Rahmon, el jefe supremo de Tayikistán, una de las recién separadas repúblicas de la Unión Soviética, pobre y con economía dependiente de las remesas de sus ciudadanos que trabajan en el exterior.
En su época fue el segundo avión comercial más costoso, solo por debajo del precio del Airbus 380, el más grande de la industria, y por encima del valor del Boeing 757 del expresidente Donald Trump, a quien se le ofreció en venta, al igual que al presidente Biden y la vicepresidente Kamala Harris, con respuesta negativa. Ahora, México se ha quedado sin avión presidencial, lamentando los onerosos resultados de una pésima compra, mientras AMLO, fiel a su promesa de campaña, seguirá volando en vuelos comerciales o privados, como lo hace la gran mayoría de los jefes de gobierno en el mundo.
Si bien para algunos mandatarios, por su figuración internacional, se hace necesario disponer de los aviones presidenciales para movilizarse en cualquier momento y a cualquier lugar del planeta, para otros no pasa de ser un distintivo de ostentación, con tendencia al despilfarro. En países donde los recursos públicos escasean, la pobreza aumenta y la población emigra, tales excesos, en los que caen los gobiernos, lanzan una carga de profundidad que eleva los niveles de corrupción y de ridiculez.
En el sector: En Colombia, donde se cuenta con avión presidencial, cuyo costo, con las inversiones para su adecuación interna, se acerca a US$40 millones, las más recientes polémicas se han centrado en dos lujosas aeronaves. Una propiedad de la Fiscalía General, que costó US$14 millones hace siete años y no se puede utilizar en la mayor parte de los aeropuertos del país. Y otra, de US$13 millones, adquirida el año pasado por la Policía Nacional, cuyas características no se ajustan al interés social ni operativo de la institución. En ambos casos, el talante derrochador de nuestros funcionarios públicos marchó en contravía del principio de economía consagrado en la ley.