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Circunstanciales sombras

Gonzalo Silva Rivas

11 de agosto de 2021 - 12:00 a. m.

Los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 terminaron con un favorable balance deportivo y una amplia audiencia televisiva, pero empañados, finalmente, por el tufillo agridulce que deja al país anfitrión haberlos realizado en medio de una extraña y difícil coyuntura, sin antecedentes en las Olimpiadas modernas. El estado de emergencia que vive el mundo por la expansión del coronavirus obligó a Japón no solo a prescindir de público en los escenarios, sino que lo privó de recibir, al menos, 700.000 turistas, la cifra que proyectaba el comité organizador antes de que la pandemia pusiera contra las cuerdas a la casi totalidad del planeta.

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Por culpa de la crisis sanitaria, los que acaban de pasar son los Olímpicos más costosos de la historia y, a la vez, los menos productivos ante la sombría perspectiva comercial que deja su celebración. Para organizarlos se inyectaron US$15.840 millones —algunos analistas aseguran que fueron varios miles más—, cifra superior al costo estimado para cualquiera de las justas anteriores. La última, Río de Janeiro 2016, tuvo una inversión de US$13.100 millones, de acuerdo con la AP, en tanto que Londres 2012 desembolsó US$14.500 millones —el monto más alto hasta Tokio—, según un estudio publicado por la Universidad de Oxford.

El solo Estadio Olímpico, donde se celebraron las actividades atléticas y las impactantes ceremonias de apertura y clausura, requirió de US$1.400 millones de dólares; algo así como 100 millones más que el total de las inversiones —ajustadas a la inflación— que fueron ejecutadas para financiar las Olimpiadas de México 1968.

Contrario a muchas de las naciones anfitrionas que soportaron déficits y resultaron manejables, las pérdidas para Japón apuntan a ser elevadas. Investigaciones hechas por académicos locales estiman que serán considerables y tendrían afectación en las finanzas públicas. El COVID-19 encareció los Juegos de manera ostensible. El retraso de un año en su realización y la aplicación masiva de las pruebas de bioseguridad para las delegaciones ocasionó gastos superiores a US$6.000 millones. A estos se suman recursos irrecuperables, como aquellos dirigidos a la construcción de estructuras temporales que se encuentran en desmonte, y a un sinnúmero de obras de infraestructura deportiva para la práctica de disciplinas poco usuales en el país que, como termina sucediendo en estos eventos, amenazan con transformarse en “elefantes blancos”.

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El mayoritario rechazo que el certamen global recibió entre la apática población japonesa —más del 80 % de los encuestados se opusieron a su realización— por temor a la expansión de los contagios —que, afortunadamente, no se dio—, le restó valor comercial y significó el retiro de algunas empresas patrocinadoras, como fue el caso de la automotriz Toyota, decisión que fracturó los ingresos. Pese a contar, en un principio, con récord histórico por concepto de patrocinios, la desbandada originó una caída en los aportes superior a los US$1,5 millones. Esta inesperada fisura se agravó con la grieta originada por la cancelación de la boletería, por donde se esfumaron alrededor de US$900 millones.

Pero un asunto complejo a la hora de estimar pérdidas gira en torno del turismo. Las restricciones de ingreso al país y de emisión de visados tomadas a partir de marzo último como consecuencia de una escalada en la propagación del virus, sumadas a la prohibición de espectadores en los estadios, impactaron la actividad e impidieron irrigar los beneficios que el certamen conlleva, entre ellos el ingreso de divisas, para los destinos organizadores. Hoteles, restaurantes y negocios asociados tuvieron escasa afluencia. Ese desierto en el movimiento de viajeros sepultó la esperanza de los empresarios en un renacer de la industria, que tampoco se repone, al igual que el resto del mundo, de la prolongada pandemia.

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La organización de las Olimpiadas sirve en bandeja de plata los atributos del país anfitrión, aumenta su perfil y reconocimiento en el portafolio de los viajes, promueve inversiones y, además de cautivar a los turistas que acuden para presenciar las disciplinas deportivas, orienta su objetivo en impactar en el interés de los viajeros para que a mediano y largo plazo los visiten y disfruten de sus atractivos. Buena parte del retorno económico por dicho concepto no se consiguió.

Al contrario, este legado lo saborearon, en su mayoría, los anteriores organizadores. Así sucedió con Río de Janeiro, Londres, Pekín y Atenas, en este siglo, en los que el turismo se incrementó después del certamen. Sídney, en 2000, atrajo a los ordenadores de congresos, quienes durante varios años hicieron de Australia el destino número uno en el mundo en la celebración de esta clase de eventos. Barcelona, ocho años antes, explotó turísticamente y saltó al primer plano internacional, mientras que México irrumpió como potencia en el sector desde que se dio a conocer gracias a los Juegos de 1968.

Para Japón, los denominados Juegos de la Esperanza fueron un mal negocio. Si las circunstancias se hubieran dado como se pensaba hace cinco años, cuando el País del Sol Naciente formalizó su candidatura, estos hubieran sido los Olímpicos de la recuperación, el remedio para paliar la triple crisis económica de 2011. Abordar el desafío cumplió con el sueño de 12.000 atletas, pero generó un traspiés en sus finanzas y en sus pretensiones de vender ante el mundo su prestigio. Esta vez el campo de juego no favoreció a la nación del soleado amanecer, cuyo simbólico cerezo en flor hoy despunta entre circunstanciales sombras.

gsilvarivas@gmail.com

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