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A poco menos de tres meses de que el huracán Iota azotara el archipiélago de San Andrés y arrasara con las islas de Providencia y Santa Catalina, la situación de los damnificados sigue siendo crítica y deprimente, tal como lo revelan las imágenes transmitidas por algunos medios de comunicación y lo denuncian los mismos habitantes. En medio de un paisaje aún desolador, arrumados en cambuches, muchos raizales atraviesan por difíciles condiciones, bajo el sol y el agua, sin techo y con necesidades básicas apremiantes, mientras que la entrega de ayudas y el avance del llamado Plan 100 del Gobierno Nacional caminan con la lentitud que caracteriza a nuestra adormilada burocracia.
En reciente informe de Caracol Radio, algunos pobladores les solicitaron a las autoridades más soluciones y menos visitas. Aseguran estar cansados de ver altos funcionarios que llegan de paseo, con promesas que no despegan. Tras el paso del tiempo numerosos sectores de las islas siguen sepultados por los escombros, mientras que de las 1.200 viviendas anunciadas solo algo más de un par han sido construidas y entre las que hay que reconstruir, una que otra ha sido arreglada. La distribución de ayudas ha sido caótica y la señal para el servicio de celular deficiente, pero, para mérito de los operadores, las facturas llegan a tiempo. La ministra TIC, Karen Abudinen, regresó el fin de semana para supervisar la calidad del servicio de internet.
En una coyuntura difícil y dolorosa se requiere darles dinámica a los esfuerzos oficiales para atender a la población, porque las insuficiencias cada día son más sensibles. Al ritmo actual es imposible cumplir con la promesa del presidente Duque, quien anunció, hasta hace pocos días, en declaraciones dadas en Providencia, que su meta, para finales de abril, sería remover la totalidad de los escombros y tener más de 1.300 viviendas nuevas y reconstruidas, incluyendo establecimientos de comercio y de turismo. La gerente para la reconstrucción del archipiélago, Susana Correa, ya desinfló el globo presidencial y ha dicho que, como resultado de los 100 días del Plan —que arrancaron el 1° de enero—, se reconstruirán 887 viviendas con afectaciones leves y moderadas.
La lentitud en todo este proceso humanitario y de reconstrucción contrasta con la rapidez con la que las autoridades locales hacen fiesta con el presupuesto departamental. Antes de su retiro del cargo, el 15 de enero, el procurador Fernando Carrillo denunció un carrusel de irregularidades en la contratación asignada para mitigar la crisis que vive el archipiélago. Reveló que en 2020, un año sombrío para el archipiélago, que como consecuencia del coronavirus debió cerrar desde marzo su aeropuerto -la puerta de entrada de su flujo económico-, se gastaron más de $190 mil millones en alimentar nóminas paralelas y en pagar coimas por parte de contratistas a presuntos padrinos políticos.
Más aún, en plena emergencia sanitaria y de crisis económica y social por los efectos del COVID-19 y de los huracanes Eta y Iota, el gobernador del departamento, Leonardo Jay Stephens, autorizó un contrato, que nunca fue público en el sistema de compras del Estado, por $1.550 millones para instalar un alumbrado navideño en la isla. Su pintoresca justificación se basó en reactivar la economía y el turismo, impulsar la competitividad, integrar a la población y “generar reconocimiento regional, como polo de desarrollo turístico”. El despilfarro del presupuesto, por sus implicaciones sociales y económicas para el común de la población, se convirtió en un tercer huracán, cuya investigación deberá ser culminada por la ahora controvertida procuradora, Margarita Cabello.
Bien es cierto que toda crisis abre oportunidades, pero pocas son las expectativas en la materia que genera la coyuntura por la que atraviesa el archipiélago. Allí se habla de reconstrucción, cuando lo que se requiere es una reestructuración, tanto en lo institucional como en lo político, pero también en su modelo turístico -eje de su economía-, que pese a ser exitoso en imagen y en beneficio preferencial de algunos empresarios, es agresivamente depredador y promueve comportamientos irresponsables.
El 57% del PIB departamental está asociado con el comercio, la hotelería y la gastronomía, porcentaje que dobla el de cualquier otro ente territorial del país. Las actividades asociadas con el turismo son las principales jalonadoras de empleo y recogen el 49% de la población laboral formal. Las islas, como gran atractivo turístico, batieron récord en 2019, con más de un millón de visitantes, el mayor nivel de ocupación hotelera a nivel nacional. La presencia promedio de 3.000 viajeros diarios, permitieron que el recaudo por tarjeta de turismo -el más significativo ingreso público departamental- se aproximara a los $130.000 millones.
Bien valdría enfocar el turismo insular hacia un plan de desarrollo que integre y fomente las actividades ecoturísticas y, a través del aprovechamiento y preservación de sus exóticos recursos naturales, de la cultura y de las costumbres raizales, promueva y priorice una poderosa cadena productiva, capaz de garantizar crecimiento económico, calidad de vida y generación de empleo entre los nativos.
Reconstrucción y reestructuración deben ser las metas del archipiélago para retornar a la normalidad. Las amargas lecciones dejadas por los huracanes, en estos inciertos tiempos de cambio climático, obligan a mirar con otros ojos el futuro. Y el cambio del modelo turístico se hace necesario. El turismo que ofrece San Andrés no es responsable ni solidario con su sostenibilidad. La alternativa más saludable es promover una industria renovada, fresca, verde, capaz, incluso, de borrar esa imagen de corrupción que rodea a las islas de costa a costa.
Adenda. Entre el 1° y el 18 de noviembre de 2020, los huracanes Eta y Iota causaron fuertes impactos a la Reserva de la Biosfera Seaflower, un pequeño territorio marino en el corazón del archipiélago de San Andrés, que por el incalculable valor de su barrera de coral forma parte del patrimonio mundial de la humanidad de la Unesco. La afectación del Gran Seaflower, que integran Colombia y otros cinco países del Caribe, dejó en situación vulnerable a 9 millones de personas (USAID, 2021).
