Tras la ofensiva electoral y el bombardeo publicitario de los últimos meses, vuelve la calma en Bogotá y otros aires comienzan a respirarse.
Los ciudadanos se decidieron por un nuevo modelo de ciudad que rompe radicalmente con el concepto de la actual administración, y en el que habrá priorización del desarrollo urbanístico, como ya lo demostró durante su anterior gobierno, a finales del siglo pasado, el hoy alcalde electo, Enrique Peñalosa.
La capital del país se someterá, seguramente, a una cirugía estética y entrará en un proceso de embellecimiento, con el bisturí de un alcalde que concentra su experiencia en conceptos de sostenibilidad, movilidad y espacio público. Su visión de ciudad orienta la infraestructura pública para el uso común de las clases sociales, como factor de igualdad, equidad y calidad de vida.
Los ajustes en la planificación de una urbe confusa y desorganizada deberán estar acompañados de suficiente dosis de gerencia para inyectarle gestión pública a la solución de los complejos problemas que afectan y salpican la imagen, empezando por seguridad y movilidad. En la medida en que Bogotá retome los caminos de modernización urbana y sortee el cotidiano caos local, mayores serán las oportunidades para impulsar su industria turística, avalada por los numerosos atractivos que le facilitan ser referente internacional y destino de primer orden.
Pero para dársele el empujón al turismo, primero que todo deberá consolidarse una entidad líder, fortalecida presupuestalmente y con un experto en su dirección, que diseñe y ejecute una política integral a mediano y largo plazo. El actual Instituto Distrital de Turismo seguirá siendo un adorno burocrático, irrelevante e inoficioso, mientras no se le pongan dientes y se le fije un norte.
En los asuntos del sector, la Alcaldía tiene mucho que hacer para colocarle soportes a la industria. La principal acción será ponerle frenos a la informalidad que se tomó a la hotelería y al segmento de los restaurantes. Esta práctica parásita es injusta con los empresarios que pagan elevados tributos y se someten a estrictas obligaciones frente al Estado. Su existencia desestimula a quienes se mantiene en la legalidad y genera riesgos a los turistas que acuden a negocios que operan sin licencias.
Aunque para la hotelería la Ley 1558 de 2012 exige a los alcaldes cerrar, sancionar o legalizar los establecimientos que operen sin registro turístico, la norma no se ha cumplido en sus tres años de vigencia, y la informalidad se ha tomado el 30 por ciento de la oferta hotelera. En el caso de los restaurantes el problema es tres veces más complejo.
También habrá que apretar los controles sanitarios, que hoy solo cumplen hoteles y restaurantes acreditados; revisar con las instancias territoriales comprometidas el deficiente servicio de Corabastos, cuyos efectos redundan en los altos costos de la gastronomía; y terminar la anarquía de la zona céntrica, atrapada por los malos olores, la suciedad, la contaminación visual y sonora, la indigencia y la oleada de vendedores ambulantes, que en conjunto configuran un entorno hostil, peligroso e intimidante para caminantes y turistas.
En manos del repitente alcalde está hacer de Bogotá una ciudad vital, cálida, despierta y vibrante las 24 horas del día. Una ciudad que recobre la vida y el brillo de sus calles, con vías peatonales limpias y seguras, con vistosos bulevares y áreas de parqueo público en zonas turísticas; una ciudad que estimule la dinámica callejera y que saque a los residentes de los cerrados centros comerciales para que disfruten al aire libre de cada rincón capitalino.
Enrique Peñalosa deberá demostrar que el domingo pasado compitió una vez más, no solo para ganar las elecciones, sino para impulsar una Bogotá incluyente, próspera, global… y de puertas abiertas al turismo.
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