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El sector turístico colombiano presentó un balance alentador y optimista durante la semana de receso escolar, en la que se registraron cifras cercanas a los niveles prepandémicos. Los índices de ocupación hotelera en el país superaron el 58%, apenas cuatro puntos por debajo de 2019, y algunos destinos tradicionales, como los de la costa Caribe y el Eje Cafetero, dieron positivas muestras de reactivación gracias al impulso del turismo doméstico. El movimiento de pasajeros internacionales también creció durante el breve período vacacional. Se estima que la sola sumatoria del mes de octubre podría representar el 15% de la meta de visitantes estimada para 2021.
La situación que se proyecta a nivel nacional refleja lo que viene sucediendo alrededor del mundo, en la medida en que avanza la apertura de fronteras. El tráfico aéreo se activa, hoteles, restaurantes y parques temáticos abren puertas y las agencias de viajes desempolvan portafolios. El panorama parece despejarse y da pie para que el turismo esgrima signos de recuperación. La humanidad desea regresar a la normalidad y los gobiernos y millones de trabajadores aspiran a su renacimiento, pues gran parte de la economía depende de la buena salud de esta actividad que, en 2019 -tras diez años consecutivos de crecimiento-, generó US$9 billones, algo así como la décima parte del PIB global.
Pero así como el turismo retorna como una bendición económica para muchos destinos y habrá de expandirse, otra vez, con rapidez, dada su capacidad de resiliencia, pronto revivirá el éxito comercial de su devoradora demanda. Ese, precisamente, constituye su principal problema y la causa de su eventual declive, ante los elevados costos ambientales y sociales que conlleva la progresión de los flujos de viajeros. Más aún, en momentos en los que sobre el mundo pesa una alerta roja debido a las emisiones continuas de gases de efecto invernadero que, según la ONU, podrían quebrar un límite clave de la temperatura global en poco más de una década, sin descartar una subida del nivel del mar en cerca de 2 metros para finales del siglo.
La Organización Mundial del Turismo (OMT) estima que la actividad turística es responsable de casi la décima parte de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero y que la huella ecológica aumentará al paulatino ritmo del tráfico de viajeros. Una investigación de la Universidad de Sídney revela que, a partir del momento en el que se normalice su tendencia de crecimiento, el carbono del turismo mundial podría aumentar -antes de terminar la década- hasta en un 40% de no cambiarse las políticas y los hábitos actuales.
En el escenario mundial son numerosos los destinos turísticos que se han visto afectados por la mala gestión medioambiental, con multiplicidad de consecuencias en lo que se refiere a deforestación descontrolada, el vertimiento de aguas residuales y desechos sólidos, entre otras amenazas. Esta situación se traduce en un deterioro irrecuperable de los ecosistemas y en la pérdida de los patrimonios turísticos. Lo paradójico es que los ingresos que obtiene la actividad no tienen presencia ni, mucho menos, impacto de ninguna clase en la reducción de la contaminación que genera el sector.
El turismo de masas, por ejemplo, resulta ser uno de los mayores contaminantes. Su huella de carbono es descomunal y a través de ella se apalanca una degradación ambiental a gran escala. Esta modalidad, además, tiene efectos devastadores en las comunidades, en cuanto a prestación de servicios y funcionabilidad de infraestructuras, e incide de manera directa en el patrimonio cultural por los riesgos inherentes que conlleva para las tradiciones y la identidad local de los destinos.
Las playas son otra víctima de las desmedidas corrientes turísticas, si se advierte que por lo menos siete de cada diez turistas son viajeros costeros. Esta masificación atenta contra las frágiles áreas marinas, devastadas por la urbanización de las costas con fines turísticos, las descargas de efluentes y aguas residuales emitidos por la industria del alojamiento y los desechos que irresponsablemente arrojan los veraneantes. El plástico, hoy en día, se convierte en uno de peores victimarios de las especies y los ecosistemas marinos, pese a las campañas universales para enfrentar sus efectos.
El turismo se ha convertido, lamentablemente, en un transformador pernicioso del paisaje urbano y de la naturaleza costera. Eso sucede en grandes destinos que han pasado de la euforia turística al conflicto social. Las alarmas suenan por todas partes. En el Mediterráneo, uno de los más populares destinos del planeta, con cerca de 230 millones de turistas al año, más de la mitad de los 46.000 km de su costa ahora está urbanizada, en detrimento del hábitat y de las comunidades locales. Algo semejante se empieza a dar en la región Caribe, en donde algunos paraísos turísticos parecen llegar a puntos de no retorno.
El turismo comienza a reactivarse en Colombia y en el mundo, y los gobiernos están obligados a replantear sus modelos turísticos con criterios de responsabilidad y sostenibilidad. Los impactos positivos en el desarrollo económico y la generación de empleo no tienen justificación si a cambio de ello se destruye el entorno, se afecta a la calidad de vida de las comunidades locales y se agudizan las perturbadoras consecuencias del cambio climático. La estrategia del sector, sin duda, debe tener como incontrovertible premisa que el hombre es un destructor por naturaleza.
Del sector. La Asociación Colombiana de Agencias de Viajes y Turismo (ANATO) cumple un nuevo aniversario en su larga historia como entidad gremial, íntimamente ligada con el sector turístico. Celebra setenta años de actividades, fruto de un sueño que se forjó en la mitad del siglo pasado y que se ha venido cumpliendo con esfuerzo y visión por parte de sus juntas directivas. En estos tiempos difíciles deberá ser protagonista de un reto no menor: servir de brújula en el complejo proceso de reactivación de la industria turística, tan seriamente golpeada por la pandemia.
Twitter: @gsilvar5
