La historia de Mocoa ha estado signada por la destrucción y la tragedia. En 1683, un largo siglo después de su fundación, un letal ataque de los indígenas andaquíes arruinó y volvió cenizas el pequeño caserío que —con el nombre inicial de San Miguel de Agreda de Mocoa— levantó, según las versiones oficiales, el capitán español Gonzalo de Avendaño, el 29 de septiembre de 1563.
Tras el arrasamiento, su puñado de habitantes, indígenas nativos de la tribu quechua, emigró hacia un lugar cercano, en el hermoso valle amazónico, entre los ríos Mocoa y Mulato. Allí se construyó la nueva aldea, que un par de siglos después se transformó en dinámico centro de comercialización de caucho y quina, actividades que atrajeron a millares de aventureros blancos, protagonistas de una fugaz bonanza. A su término, la mayoría de foráneos emigró y con el paso del tiempo la apacible vida de sus moradores volvió a estremecerse, luego de que una sucesión de incendios accidentales diezmara el poblado y obligara a su inevitable reconstrucción.
El pasado fin de semana, el turno lo tomó la naturaleza. Los dos ríos que le dieron albergue, junto con el Sancoyaco, se salieron de cauce y arremetieron una vez más contra esta ciudad tropical y lluviosa, de 1.200 kilómetros cuadrados, convertida desde 1968 en la capital del departamento del Putumayo, asediada durante muchos años por el accionar de la guerrilla y el narcotráfico, y sometida al eterno abandono oficial. Gran parte de sus barrios, 17 de ellos, ubicados entre los afluentes de sus principales cauces, en las laderas bajas de la cordillera, fueron devastados por el represamiento y posterior desbordamiento de sus aguas.
Mocoa es la puerta de entrada terrestre a la amazonia colombiana. Es una pequeña urbe localizada en el piedemonte de la cordillera andina, que recoge y refleja la magia y el encanto del exótico paisaje de la región. Convive entre ríos, quebradas, cascadas de agua, notables accidentes geográficos y un complejo escenario ecológico y ambiental. Sin embargo, el componente hidrográfico, la reciente causa de la tragedia, es su fuente de vida. Del agua depende diariamente el consumo, el comercio, la recreación y la navegación de sus habitantes.
La ciudad forma parte de un departamento con especiales características naturales y fabulosos recursos turísticos poco o nada aprovechados. Tiene establecidos en sus tierras 62 resguardos indígenas y tres áreas de parques nacionales naturales. La riqueza cultural de sus pueblos, adobada con las tradiciones nativas, le agrega una envidiable dosis de atractivo a su potencial turístico, suficiente en ventajas comparativas para insertarse dentro de este gran mercado.
La joven capital, como toda la región, mueve el sector al impulso de pequeñas iniciativas público-privadas de muy bajo impacto y no encuentra el liderazgo oficial que le permita convertirlo en una alternativa económica que genere empleo y mejore las condiciones de vida de las comunidades locales. Dispone de atractivos particulares como el arbolado parque General Santander; la catedral de San Miguel Arcángel; el mariposario Paway, conectado por senderos de gigantes árboles, y los 75 metros de aguas caídas de la exuberante cascada del “Fin del Mundo”, una atrayente y fascinante propuesta turística privada.
Por donde se le mire el Putumayo es un particular paraíso tropical, literalmente inundado de paisajes esplendorosos, flora y fauna diversa y una notable variedad de culturas indígenas. Conforma un escenario ideal para la práctica de turismo ecológico, científico, deportivo y recreativo. Y es la bella y dolorida Mocoa su puerta de entrada. El camino para penetrar a los profundos misterios del Amazonas y disfrutar de sus embrujos.
El terrible embate natural es la tercera prueba de vida para esta azotada población. Una ciudad sin vías ni aeropuerto, también victimizada por la desidia de su clase política y de los gobiernos locales y nacionales, esquivos en la formulación de políticas públicas, inversiones y planeación. Al presidente Santos le corresponde revertir su desgracia en progreso y sacarla de las trágicas y proféticas aguas de aquel otro e inenarrable fin del mundo en el que hoy se encuentra, con la esperanza de retornarla a la vida.