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Colombia entró a engrosar la lista Don’t Travel, en la que el Departamento de Estado de Estados Unidos ha englobado alrededor de 130 países, clasificados por ese organismo en un máximo nivel de alerta, al considerar que generan riesgos sin precedentes para la seguridad personal, sumado, para algunos de ellos, a serios problemas de orden público. Figurar en el listado no significa una prohibición de viaje para sus ciudadanos, sino una recomendación formal para que se abstengan de visitarlos y recorrerlos en desarrollo de actividades turísticas o prescindibles.
Los rotulados en esta lista negra representan cerca del 80 % del planeta y, en su mayoría, enfrentan un inquietante repunte de la enfermedad. Si bien en la República Federal del norte las tasas de infección se han desacelerado en gran medida, el mundo, a excepción de África, registra incrementos, incluso, en lugares que hasta ahora habían tenido muy pocos casos. El sur de Asia se muestra imparable; Latinoamérica no escapa del elevado costo de pérdidas humanas, y Europa, de acuerdo con la OMS, mantiene una situación de suma gravedad.
En Colombia, día a día, últimamente, se rompen récords en los números de contagios y decesos, impulsados por las nuevas mutaciones y los brotes de irresponsabilidad ciudadana. La afectación se ha venido acelerando en las últimas semanas con una transmisión comunitaria ininterrumpida, y la vacunación, sobre la que están centradas las esperanzas, sigue suministrándose a cuenta gotas por la escasez de biológicos. Hasta el momento, el 4.32 por ciento de la población ha sido vacunada. Según estimativo del portal de medición Time To Herd, basado en densidad poblacional, adquisición de inyecciones y actual el ritmo en la aplicación, se necesitarán 675 días para alcanzar la inmunidad colectiva.
Pero la advertencia que sobre el país hace el gobierno estadounidense a sus ciudadanos no solo está relacionada con los riesgos derivados por el aumento del coronavirus, sino con los de otros flagelos bien conocidos, que en estos tiempos de confinamientos y cuarentenas nos sacuden con fuerza. La notificación refiere que delitos violentos, como el homicidio, el asalto y el robo a mano armada son comunes en nuestras ciudades, y que actividades delictivas organizadas, entre ellas el terrorismo, la extorsión y el secuestro para la exigencia de rescate, se encuentran bastantes extendidas.
El país ha estado siempre en la mira de las alertas de viaje que periódicamente emiten los Estados Unidos desde los años ochenta, cuando existían los Travel Warnings, y ahora con el Travel Advisory. Sin embargo, no deja de ser preocupante y desalentador que la criminalidad y el orden público sigan siendo agendados como los principales referentes de Colombia ante la comunidad internacional y, en consecuencia, continúen alimentando el viejo estigma.
En la notificación gringa se reseña que doce departamentos padecen las acciones del conflicto armado y, por razones de seguridad, no deberían ser visitados, debido al alto nivel de exposición al que se someten los turistas. Cierto es que las bandas del narcotráfico y guerrilla mantienen su influencia en zonas de gran valor estratégico y, en algunas partes, procuran recuperar la iniciativa en la confrontación. El aislamiento obligatorio para prevenir el contagio del coronavirus se ha convertido en la excusa perfecta para que intensifiquen su control sobre la población en aquellos lugares donde su presencia se hace fuerte.
La delincuencia común, por su parte, está disparada. La ciudadanía en casi todo el territorio nacional convive en un alarmante escenario de violencia e inseguridad. Colombia acusa una de las tasas de homicidios más altas del mundo y desde hace décadas circula en los portafolios internacionales como uno de los países menos seguros para viajar. En los Informes de Competitividad de Viajes y Turismo de los últimos años, ha sido clasificada dentro del conjunto de naciones peligrosas.
La pandemia ha agravado las causas específicas que dan origen a estos fenómenos de delincuencia e inseguridad. Aunque a corto plazo se exige implementar una estrategia nacional contra el delito, la política de fondo, a la que ningún gobierno le ha querido echar mano, debe encaminarse hacia la superación de su caldo de cultivo: La inequidad socioeconómica, la inequitativa distribución del ingreso, el desempleo, la miseria, la marginalidad y la segregación social.
En un país donde las grandes masas cabalgan sobre la miseria -el germen de la violencia- solo a su presidente se le ocurre promover una reforma tributaria impositiva que golpea a la debilitada clase media, en lugar de liderar una ofensiva radical contra los carteles de la corrupción, que anualmente le esquilman al Estado 50 billones de pesos. O contra los grandes evasores que durante el mismo período se quedan con una suculenta tajada equivalente del 30 por ciento del total del recaudo.
El déficit fiscal también podría sortearse combatiendo los paraísos fiscales, donde la Dian certifica que se ocultan 300 billones de pesos, y en los que el ministro de la vergonzosa reforma, Alberto Carrasquilla, aparece reseñado, pero no investigado, con la empresa Navenby Investments Group INC., constituida en Panamá, en donde funcionó durante seis años, desde 2007.
Por largo tiempo seguiremos encasillados dentro de las alertas de riesgo internacionales, imposibles de frenar con campañas eufemísticas como la que acaba de lanzar el Gobierno con el eslogan de que somos el país más acogedor del mundo. La percepción negativa seguirá siendo un karma, tan estigmatizante como la pandemia. Y en un Estado empobrecido, la pérdida de turistas puede ser tan letal para la economía como los flagelos de la delincuencia y el terrorismo, otros contagiosos virus que parecen no tener vacuna.
