Llegó la hora de repensar el turismo, tal y como comenzó a pronosticarse a raíz de la pandemia del coronavirus y lo acaba de proponer la organización mundial de esa industria (OMT), al alertar a los gobiernos sobre la necesidad de reconsiderar una transformación del sistema, alineada con los Objetivos de Desarrollo Sostenible para 2030. La actividad ha demostrado de manera recurrente su capacidad de resiliencia, una particular característica que, sumada a su creciente e impredecible ritmo de crecimiento, permite prever el poderoso impacto que podría tener para la salud ambiental del planeta.
La apacible isla de Bali, en Indonesia, inmejorable destino turístico y concurrido centro comercial para proveer productos y mercancías a excelentes precios, fue el escenario oficial del Día Mundial del Turismo, celebrado ayer. Allí, entre sus playas de arena blanca, se proyectó el debate alrededor del futuro de la industria. Preguntas como ¿hacia dónde va el turismo?, ¿a dónde queremos ir? y ¿cómo vamos a llegar allí? forman parte del listado de reflexiones que, en cuestión de tiempo, tendrán que ser resueltas en el escenario de los viajes, con participación de todos los eslabones de la cadena, desde los gobiernos hasta los turistas, para fijarle el norte apropiado.
El turismo no solo es víctima, sino victimario ambiental. Su vulnerabilidad frente al cambio climático es considerable, dada la capacidad de destrucción que este fenómeno tiene sobre el planeta, con consecuencias que pueden llegar a ser extremas para los destinos, cuya supervivencia depende de la conservación del medio ambiente. Igualmente, es un sector con fuerte capacidad contaminante, que contribuye de manera significativa con las emisiones de gases de efecto invernadero, causantes del calentamiento global. Su participación en las dos variables de esta ecuación lo convierten en un protagonista de primer orden en el proceso de búsqueda de soluciones.
Cabe recordar que recientes investigaciones sobre las emisiones de CO2 producidas por el turismo, realizadas por la OMT/ITF en 2019, alertan sobre un aumento cercano al 25% para 2030, tomando como punto de referencia comparativa los niveles alcanzados en 2016. Este crecimiento es un llamado de advertencia al sector en torno a la urgencia de aumentar esfuerzos relacionados con la acción climática, pues de no hacerlo, el costo de la inacción con respecto al clima será, a mediano plazo, mucho mayor que el precio que podría generar cualquier otra crisis.
En noviembre pasado, los países signatarios de la Declaración de Glasgow sobre la Acción Climática en el Turismo se comprometieron a meterle voluntad política al tema para reducir, en el transcurso de la próxima década, al menos a la mitad las emisiones mundiales de la industria, y alcanzar las emisiones netas cero antes de 2050. La emisión neta significa recortar a sus máximos niveles los gases de efecto invernadero, hasta dejarlos lo más cerca posible de emisiones residuales, fácilmente reabsorbibles desde la atmósfera a través de los océanos y los bosques.
Sin embargo, rotar a ese escenario será posible si, en paralelo a la recuperación y al desarrollo turísticos, se acelera la adopción de un consumo y producción sostenibles, y se redefine el éxito y el futuro de la industria, no simplemente por el valor económico que produce, sino, además, por la preservación del ambiente, mediante la regeneración de los ecosistemas y el mejoramiento de las condiciones de vida de las comunidades. El problema tendrá alcances demoledores de no adoptarse medidas efectivas para la conservación de los ecosistemas y del patrimonio cultural, hoy en día, los atractivos que empiezan priorizar el interés de los turistas internacionales.
Sostenibilidad y competitividad forman parte del mismo paquete turístico y, en consecuencia, los destinos resultarían más competitivos si hacen uso eficiente de los recursos, protegiendo la biodiversidad e implementando las medidas que faciliten abordar el cambio climático para limitar sus alcances.
Las adversas consecuencias del turismo de masas y el agotamiento del modelo de sol y playa, de los que tanto se habla en los últimos años, ensombrecen y amenazan a la industria del ramo. El masivo e incontrolado flujo de turistas produce efectos depredadores para con el medio ambiente, destruye comunidades y arruina el patrimonio cultural de la humanidad. En gran tajada de países, incluyendo los de la región, la vulnerabilidad frente al cambio climático es más sensible, incluso, debido a las condiciones extremas, encadenadas a factores como la desigualdad y la pobreza.
Mientras el turismo no se reoriente hacia la sostenibilidad, será un transformador pernicioso de la naturaleza y del paisaje urbano. Y no solo pasará de la actual euforia de las divisas al futuro conflicto social, sino que terminará siendo un detonante contra la salud del planeta. El objetivo debe ir más allá de salir fuertes y sostenibles de la crisis de COVID-19. Tendrá que replantearse y tomar acciones para evitar que el calentamiento global arrase con la biodiversidad, su principal patrimonio.
En campo ajeno. Según un informe del Observatorio de la Universidad Colombia, sitio especializado en la educación superior, de los 275 congresistas actuales, 44 no reportan estudios universitarios y 108 cuentan con pregrado. Solo 44 tienen especialización, y 73, maestría. Se demuestra que nuestra élite parlamentaria, a la que solemos encasillar con título de doctor, es moderadamente preparada. Lo paradójico es que existiendo tanta vocería proveniente de hogares con un contexto sociocultural medio y bajo, esta no le sume a su posición privilegiada sus experiencias de vida, para convertirse en adalid de la lucha contra la inequidad social, económica y, claro está, educativa.