Después de 14 años y ocho meses, los colombianos volverán a ingresar sin visa a la mayor parte de los países europeos, de firmar hoy el presidente Santos en Bruselas el Acuerdo de Exención que pone termino a la súbita y polémica medida tomada en esa misma ciudad, el 15 de marzo de 2001.
Entonces el Consejo de Ministros de Justicia e Interior de la Unión Europea incluyó al país en la lista negra de 130 naciones con control de ingreso al espacio de Schengen.
Por aquellos tiempos Colombia ardía dentro de una compleja caldera política y de orden público, en medio de una relajada zona de distensión, un fracasado proceso de paz con las Farc, insulsas negociaciones con el Eln y un presidente —Andrés Pastrana— prisionero de sus limitaciones. Buena parte del territorio se devastaba ante las violentas arremetidas guerrilleras y paramilitares, y se rebosaban los secuestros de congresistas, de dirigentes políticos locales y de civiles. Entre estos últimos, Juliana Villegas, la hija del hoy ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, caía en poder de los frentes de alias “Manuel Marulanda”.
Se vivía la brutal época de las infamias, como la de aquel famoso collar bomba que costó la vida de dos personas; o la de las ráfagas que asesinaron al congresista que lideraba la Comisión de Paz, Diego Turbay Cote, a la ministra de Cultura, Consuelo Araújo, y a un par de representantes a la Cámara. Aquella que registraron las masacres de Vigía del Fuerte, Macayepo y Chengue; la de la toma ilegal de aviones comerciales, y la misma en la que no se quiso meter el mandatario gringo, George Bush, quien rehusó enviar delegado suyo a una discutida reunión de acompañamiento internacional en El Caguán.
La imposición de la visa profundizó el estado de consternación del país y motivó a un destacado grupo de intelectuales, encabezados por el escritor Héctor Abad Faciolince, a dirigir protesta escrita al gobierno español —paradójicamente el único que se abstuvo de votarla—, con la tajante advertencia de no volver por sus tierras, mientras se mantuviera la humillante presentación de un permiso para visitarlas. El pataleo cesó cuando firmantes como Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis y William Ospina; el poeta Darío Jaramillo y el pintor Fernando Botero, tuvieron que reconsiderar la advertencia, consecuencia de las obligantes exigencias que impone un mundo globalizado.
De retorno justicia y sindéresis, la resistencia termina y la indignación se supera. Las cosas han cambiado tanto por esos lares como por estos. Europa aumenta su crisis económica y Colombia calma sus aguas. Por allá necesitan atraer divisas y por acá hay un potencial de turistas con poder adquisitivo. Y aunque ya no se necesitará cumplir aquel dispendioso trámite para entrar a los 22 países de la Unión Europea y disfrutar de cualquiera de sus cuatro estaciones del año, se requerirá de algo más que de un tiquete de avión.
Al igual que los demás visitantes extracomunitarios, habrá que cumplir requisitos mínimos de inmigración, como tener pasaporte vigente, tiquete de regreso, cuantía mínima de recursos de sostenimiento —promedia en 100 euros diarios—, seguro médico internacional y reserva hotelera o carta de invitación. En muchos casos los requerimientos podrán ser aleatorios ante la necesidad de aligerar congestiones, pero en los terminales sobrarán preguntas capciosas de las autoridades, bastante bien preparadas para perfilar pasajeros ilegales.
Si bien, a partir de mañana, se elimina un trámite que a comienzos de nuestro turbulento siglo indignó a los colombianos, los viajeros tampoco tendrán garantizado el derecho de admisión. El veto que ahora —y en nuestro país— tienen los consulados se le traslada al buen ánimo de los guardias de inmigración en cada uno de esos 22 Estados. Allá, en la lejanía, estos autónomos funcionarios —sensibles ante una coyuntura de temores y sospechas— tomarán la decisión de dejarlo seguir o devolverlo para el país. En este último caso, el viajero deberá sumarle al costo del tiquete, la carga de la humillación, transferida a más de ocho mil kilómetros de vuelo.
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