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En la reciente Conferencia del Cambio Climático, celebrada en Egipto, volvió a repetirse la paradoja de las cumbres anteriores sobre el tema, en las que los líderes mundiales, muy pomposos ellos, se reúnen a discutir propuestas y a prometer acciones para arreglar el clima, pero, finalmente, lo que hacen es aumentarle la dosis de contaminación al planeta. Como en las demás ocasiones, esta vez, paralelo a sus deliberaciones, el aeropuerto de la balnearia y turística ciudad de Sharm el-Sheikh se convirtió en congestionado epicentro de operaciones aéreas relacionadas con el evento, en donde centenares de jets privados y aviones comerciales, con nutridas delegaciones oficiales a bordo, lanzaron su propia y enorme carga de profundidad en la emisión de dióxido de carbono.
Mientras se miden sus nocivos efectos contaminantes, el punto de referencia más cercano es la versión del año pasado, celebrada en Glasgow, donde las aeronaves privadas que allí aterrizaron para el certamen emitieron 13.000 toneladas de CO2 a la atmósfera, valor equivalente a la cantidad que producen 1.700 británicos durante un año. Las emisiones que habrá de dejar la de Egipto serán más altas, dado que, por su alejada ubicación geográfica, los desplazamientos desde occidente, de donde provinieron la mayoría de las representaciones, son considerablemente más largos.
Y fue en medio del rugido de los motores de las aeronaves en vuelo, que la Conferencia insistió en la necesidad de aplicar acciones más ambiciosas para salvar al planeta, tras reconocerse que, hasta ahora, los esfuerzos de los gobiernos siguen siendo insuficientes. Frente al nivel de cumplimiento de los compromisos actuales, las emisiones aumentarían en un 10,6 % para 2030 y el mundo entraría en la senda de un calentamiento de 2,5 °C para finales de siglo. El Grupo de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU, estima que, si se quiere limitar el calentamiento global a 1,5 °C, las emisiones de gases de efecto invernadero deberán alcanzar su punto máximo antes de 2025, es decir, en tres años, y disminuir, por lo menos, un 43% para 2030. Un cronograma difícil.
Dentro de las principales fichas de este ajedrez climático está la industria del turismo, responsable del 8% de las emisiones mundiales de CO2, según estudio de la Universidad de Sídney. El transporte, en particular el aéreo, es generador de primer orden de gases de efecto invernadero. La proporción de emisiones de dióxido de carbono de un pasajero que viaja, por ejemplo, de ida y vuelta por una aerolínea comercial entre Buenos Aires y Río de Janeiro, en trayectos de tres horas de duración, es de 307 kilogramos, conforme a mediciones de la Organización de Aviación Civil Internacional (OACI). Los mismos Informes indican que la huella ecológica de una sola persona que toma un vuelo de larga distancia promedio causa una contaminación semejante a la de un motorista durante dos meses.
Los jets privados, por su parte, son los responsables del más desproporcionado impacto al medio ambiente. Su capacidad contaminante puede ser entre cinco y quince veces superior a la de un avión convencional, con los problemas agregados de su vertiginosa expansión comercial y su utilización caprichosa, reflejada en la generalizada tendencia global a operar vuelos extremadamente cortos e innecesarios. Se estima que una hora de vuelo de un jet privado emite alrededor de dos toneladas de CO2.
El compromiso de la Asociación Internacional de Transporte Aéreo (IATA) es el de incrementar en un 1% anual la eficiencia de los combustibles, así, como reducir en un 50% la huella de carbono para el año 2050. De ahí que la respuesta de algunas aerolíneas a la crisis del cambio climático sea barajar medidas enfocadas a disminuir dicha huella, con la implementación de combustibles de emisión tóxica baja. Las emisiones de dióxido de carbono que producen el transporte aéreo y el marítimo representan, en su conjunto, el 5% de los gases de efecto invernadero y, conforme a estudio del Parlamento Europeo, para la segunda mitad de este siglo, el primero podría ser responsable del 22% de las emisiones de CO2 y el segundo del 17%.
Contribuir al esfuerzo global contra el efecto invernadero es una responsabilidad y un desafío para la industria turística, obligada a minimizar el impacto climático mediante el uso óptimo de los recursos medioambientales, que son su materia prima. El turismo sostenible debe ser la premisa para mejorar infraestructuras urbanas, ayudar a la conservación de la naturaleza y de la diversidad biológica y respetar, de paso, la autenticidad sociocultural de las comunidades anfitrionas, en aras de conservar sus activos patrimoniales y sus valores tradicionales.
Camino por el que comenzó a transitar el grupo hotelero mallorquín, Iberostar, presente en tres continentes con un centenar de establecimientos de hospedaje, y que aprovechó la cumbre de las Naciones Unidas en Egipto para exponer su propia hoja de ruta hacia la descarbonización, La agenda trazada se encamina a reducir en 594.000 toneladas de CO2 la intensidad de sus emisiones anuales para 2030, y, a ese ritmo, entonces, lograr la neutralidad 20 años antes del objetivo global marcado por la industria.
El conglomerado le apuesta a limitar las emisiones con medidas que van desde mejorar la eficiencia energética, hasta aumentar la productividad y aminorar los costos. Objetivos que van de la mano con acciones como operar en edificios Net Zero (altamente eficientes en energías renovables), restringir el uso de combustibles fósiles, fomentar la movilidad baja en carbono entre los empleados, priorizar productos y servicios de pocas emisiones en áreas de abastecimiento, optimizar la capacidad de gestión y encadenar servicios con aerolíneas y empresas de alquiler de carros que sigan la misma línea descarbonizadora.
La sostenibilidad en el mundo se reflejará en las acciones que sectores, como el turismo, lleven a cabo en favor del bienestar social, económico y ambiental de la humanidad, una tarea global que requiere de conciencia y eficiencia política. Propósito que parece no tomar pista en estas cumbres mundiales, en las que los gobernantes que allí se reúnen, ni colaboran con sus acciones individuales ni pregonan con el ejemplo, al usar sus aviones privados, mientras nos obligan a dejar el carro. Una versión climática de la ley del embudo, con el planeta como gran perdedor.
En campo ajeno: El Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar a la Vida y Obra de un Periodista concedido al director de este diario, Fidel Cano Correa, es un justo y merecido reconocimiento a su calidad profesional, su talante democrático, su liderazgo de opinión y su permanente empeño de informar con objetividad y eficacia en este complejo trabajo diario de ir tejiendo la historia del país. Su liderazgo en El Espectador mantiene la huella de don Fidel y el recuerdo imperecedero de don Guillermo. Congratulaciones a un excelente ser humano a quien, en lo personal, he tenido la fortuna de conocer desde hace ya varias décadas.
