Terminó la Semana Santa y, tal como se preveía, los turistas le dieron un empujón al sector, tras el largo verano que padecieron los empresarios, consecuencia del confinamiento ocasionado por la pandemia del covid-19. Como era de esperarse para la temporada, entre los destinos más solicitados figuró Popayán, la Ciudad Blanca, que “resucitó” sus tradicionales procesiones presenciales, luego de la obligada suspensión de dos años por tal motivo. Una brecha cubierta con ceremonias virtuales, que frenó el ininterrumpido historial de celebraciones en vía pública que durante algo más de cuatro centurias se repitieron en su Centro Histórico, como copias al papel carbón.
La conmemoración de la pasión y muerte de Cristo en la capital caucana revivió sus buenos tiempos y reafirmó su reputación como uno de los eventos más fastuosos y concurridos del mundo católico, comparable, quizás, con los de Sevilla y Valladolid, en España. E igual que estas, trasciende, hoy por hoy, los rigurosos límites del fervor religioso para explayarse hacia los linderos del interés turístico, menos espirituales y más mundanos. Se calcula que 50 mil turistas nacionales y extranjeros hicieron presencia, esta vez, para participar no solo de la estricta programación que rige a la Semana Mayor, sino de las diferentes actividades y servicios comerciales que ofrece la ciudad.
Para este municipio, afectado por enormes dificultades económicas y sociales, dado el reducido nivel de empleo, los escasos ingresos y los bajos índices de productividad y competitividad que empañan a su tejido empresarial, provocados por el pronunciado deterioro de las condiciones económicas de sus habitantes, el retorno de las tradicionales procesiones representa una dosis de oxígeno a las menguadas finanzas locales, golpeadas, además, por la dura crisis sanitaria. La micro jornada turística alimenta sus expectativas en materia de reactivación económica.
Popayán es una ciudad insondable, diferente, cargada de un enriquecido ambiente de tradición y cultura, en la que se atesoran verdaderas joyas arquitectónicas, un valioso patrimonio que la hace merecedora de un mejor futuro. Sus construcciones del Centro Histórico son de un hermoso estilo colonial, con fachadas blancas o pastel y faroles de luces tristes, que contrastan con el verde vívido de las montañas que la rodean. Entre sus vías empedradas se recrea un impávido escenario que se comenzó a heredar 466 años atrás, casi, simultáneamente, con las ancestrales procesiones de Semana Santa, elevadas por la Unesco, en 2009, a la categoría de Patrimonio Cultural e Inmaterial de la Humanidad.
Para celebrarlas, año tras año, la ciudad se acicala y embellece, a la espera de recibir ese abrumador hervidero humano que desborda el Centro Histórico, el mejor conservado del país, con sus calles entrecruzadas; sus museos, iglesias y claustros de estilos barroco y mudéjar desperdigados por los cuatro costados, y la sucesión de cornisas, dinteles, frisos y balcones de rancias casonas que, como sucede con su tradición religiosa, resisten al paso del tiempo, desde la Colonia, cuando Belalcázar la fundó, en 1537, para convertirla en obligado cruce de caminos entre Quito y Santa Fe de Bacatá.
Sin embargo, los gozosos duran poco. Una vez terminada la cuaresma y volteada la página de las piadosas solemnidades santas y la efímera efervescencia turística, Popayán y el Cauca regresan a su triste y penosa realidad. Patética, la definió hace algunos años, su exgobernador Temístocles Ortega, un autodefinido liberal que acaba de montarse en el bus petrista. Este departamento, junto con Chocó y La Guajira, concentran los mayores niveles de pobreza monetaria en el país, según el Dane. Enfrentan un pasado y un presente tormentosos, semejantes a los que han lacerado a otras regiones de envidiable riqueza natural en esta Colombia mal gobernada e inequitativa.
Las bondades de su fértil territorio, sumadas a su estratégica posición geográfica, lo han convertido, en epicentro de barbarie y violencia, bajo sometimiento de narcotraficantes, paramilitares, sicarios, guerrilleros y mineros ilegales, que se disputan, tanto el control del territorio, como las rentas ilícitas y las rutas que facilitan su accionar delictivo. Una lluvia de plagas, peores que las registradas en los relatos bíblicos, la inundan de miseria y le producen desasosiego, muertes y desplazamientos, que afectan, en particular, a comunidades indígenas y campesinas. El pasado fin de semana un común enfrentamiento entre grupos criminales conmocionó a la población de Balboa.
El Cauca es un departamento desamparado, en el que ni Gobierno Nacional ni autoridades locales ni clase política ni Fuerzas Militares ni Policía parecen estar en capacidad de liberarlo de esa pesada e imperecedera cruz. El acogedor espíritu religioso de la Semana Mayor en Popayán, que tanto atrae al turismo como señal de solidaridad y tolerancia, contrasta con los elevados índices de desigualdad e injusticia social a los que está condenado este pueblo católico que, en medio de una indolencia sin “misterios”, a diario vive los dolorosos.
En campo ajeno. Solo hasta cuando la bola de nieve se le vino encima reaccionó el candidato Petro para aclarar su confusa propuesta de perdón social y su extraña relación con la visita de un hermano suyo a la cárcel de La Picota para entrevistarse con reclusos condenados por corrupción y otros delitos. Un papayazo más, de los que suele dar, sobre el que se aprovechan sus contrincantes, dadas sus tardías acrobacias retóricas para calmar las aguas. Y a propósito, de ¿qué hablarían el exprecandidato Álex Char y el exgobernador de Antioquia Luis Alfredo Ramos, condenado por paramilitarismo, durante un encuentro en una panadería de Medellín, escasamente reseñado por un par de medios?
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