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La competencia entre los gigantes privados de la exploración espacial está prendida y, en la medida en la que se desenvuelve, también despegan los interrogantes sobre el impacto ambiental que causa el avance de tan costosa pero lucrativa actividad. La semana pasada, Blue Origin, la empresa de Jeff Bezos, el fundador de Amazon y, hoy en día, el hombre más rico del planeta, lanzó su segundo cohete con tripulantes civiles al espacio. Se trata de un gesto con el que marca terreno en su firme disposición de ponerle el acelerador a la carrera del turismo espacial.
Con el suyo se suma el cuarto vuelo de carácter estrictamente privado –sin presencia de astronautas profesionales- que abandona la atmósfera terrestre en menos de tres meses. El primer viaje de Bezos se celebró el 20 de julio. Ocho días después de que otro multimillonario, el septuagenario británico Richard Branson, atravesara los cielos a bordo de un avión supersónico propulsado por un poderoso cohete, ambos construidos por su empresa, Virgin Galactic. Las tres misiones fueron suborbitales, a menos de cien kilómetros de altura de la Tierra, y con una duración que apenas sumó algunos breves minutos.
La que sí marcó récord fue la del magnate surafricano Elon Musk, propietario de SpaceX, que en septiembre envió su propia cápsula -con cuatro pasajeros- hacia las profundidades orbitales, encima de los 500 kilómetros de distancia, para coronar una histórica expedición que duró tres días. SpaceX es la compañía más sólida del sector espacial en la actualidad: trabaja de la mano con la NASA y marcó la pauta por haber reactivado los viajes al espacio exterior desde territorio estadounidense, inexistentes desde 2011.
Esta exitosa seguidilla de vuelos espaciales traza los senderos hacia una trayectoria triunfal, por cuanto acerca a la realidad, cada vez más, el viejo sueño de la humanidad de visitar y explorar el espacio, proyecto que se viene materializando desde principios del presente siglo y que es liderado por empresarios privados. Pero, también, vislumbra un lado oscuro, ya que coloca sobre el tapete serios interrogantes sobre lo que habrá de ser su impacto ambiental. El inicio e impulso de los viajes abre el debate sobre la huella de carbono que, con el paso del tiempo, dejará a su alrededor.
Para los especialistas aún es temprano determinar los niveles de afectación a la atmósfera a largo plazo. La investigación apenas comienza y lo que se acepta es que cada misión es diferente. No todas emiten la misma cantidad de gases de efecto invernadero. Hasta ahora, por su escasa frecuencia, la contaminación de los vuelos espaciales resulta insignificante. Sus emisiones de dióxido de carbono son mínimas, en comparación con las que producen la aviación comercial y otras muchas actividades humanas.
Lo cierto, sin embargo, es que las dos terceras partes de las emisiones de los vuelos suborbitales se suspenderán en la estratosfera y en la mesosfera, entre los 12 y los 80 kilómetros de altura, y allí podrán permanecer por tres o más años. Las componen gases y partículas desechados que generan efectos negativos en el ambiente y que poco a poco estarán contribuyendo a agotar la capa de ozono que protege la vida en la Tierra contra la radiación ultravioleta.
El impacto de los lanzamientos suborbitales de Virgin y Blue Origin ha sido menor que el de los cohetes orbitales de SpaceX, debido a que requieren de menos energía para operar. Empero, las emisiones del avión de Branson rondaron por las 4,5 toneladas por pasajero, cifra que dobla el total anual de carbono por individuo recomendado para cumplir con los objetivos del Acuerdo de París sobre cambio climático. Los cohetes de Bezos, por su parte, mostraron ser más ecológicos, dada la ventaja de estar soportados en hidrógeno líquido, con capacidad de reducir en cerca de cien veces las posibilidades de afectar el ozono.
Las naves espaciales de Musk, diseñadas para atravesar la órbita, aunque están diseñadas bajo claros principios de sustentabilidad, resultan ser más contaminantes y de mayor huella ecológica por las dimensiones y la duración de las travesías. Su primera misión turística produjo emisiones de carbono equivalentes a 400 vuelos transatlánticos. Cada uno de sus cuatro pasajeros generó hasta 100 veces más contaminación que quien realiza un vuelo de larga distancia en avión convencional.
Las alarmas sonarán cuando el turismo espacial se vuelva más asequible y los gases de efecto invernadero empiecen a rondar la atmósfera terrestre. Virgin, por ejemplo, tiene programado lanzar cuatro centenares de vuelos suborbitales para los próximos años, mientras que sus competidores no están dispuestos a quedarse atrás. Un estudio de la NASA y The Aerospace Corporation estima que en el próximo quinquenio se podrían realizar 1.000 viajes anuales al espacio, todos ellos dentro de la modalidad de servicio turístico.
El turismo espacial, por ahora accesible a una pequeña minoría, paradójicamente enciende motores en la mitad de una de las coyunturas más difíciles de nuestro planeta, cuando se enfrenta a una emergencia medioambiental ligada al cambio climático, la contaminación y la pérdida de la biodiversidad. Lo que esperaría la humanidad es que este puñado de privilegiados no solo disfrute desde las alturas de la belleza indescriptible de la Tierra, sino que evite poner en riesgo la frágil capa de ozono con el nuevo desecho espacial. Y que, además de aterrizar sus caprichos estratosféricos, ponga los pies sobre el apaleado mundo para canalizar su influyente poder económico en búsqueda de soluciones a la preocupante crisis planetaria.
En campo ajeno. Las mayorías de la Comisión Primera del Senado acaban de aprobar en primer debate el controvertido proyecto de reforma a la justicia, en cuyo texto se incluyó un puñado de orangutanes, con los que se pretende continuar con el desmonte de la infraestructura institucional del Estado. Sería importante conocer el papel que juega el contralor general en esa convergencia de intereses politiqueros, encaminada a extender y perpetuar la corrupción.
Twitter: @gsilvar5
