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El transporte es el componente material de la movilidad y su papel en el desempeño turístico no solo es estratégico sino determinante para el desarrollo de la actividad. Esta industria enmarca, per se, un concepto de desplazamiento geográfico y, en consecuencia, compromete a los medios de transporte en el engranaje de la oferta turística. De ahí que sus niveles de eficiencia y calidad incidan de manera significativa a la hora de tomar decisiones en la elección de un destino. Dada su relación simbiótica con el turismo, es un influyente diferenciador en la generación de tráfico.
En Bogotá la movilidad es el talón de Aquiles. En las horas pico, sin excepciones, los vehículos se desplazan a una velocidad promedio inferior a 25 km/h, es decir, ligeramente superior a la media que desarrollan las bicicletas. Referente consignado en el índice de tráfico TomTom Traffic Index, que mide en tiempo real los niveles de congestión vehicular en el mundo y en cuyo informe de 2021 nos referencia como la ciudad con el peor tráfico de todo el continente y la cuarta a nivel global, después de Estambul, Moscú y Kiev. Situación desbordada en el último año, a raíz de que buena parte de la ciudad se encuentra literalmente despedazada y en proceso de reconstrucción.
El cotidiano viacrucis que viven sus residentes también lo sufren los visitantes, cuyo número venía marcando un gradual incremento hasta el inicio de la pandemia. Desde 2014, cuando la ciudad saltó la vara del millón de turistas, el doble de los que se registraban en los albores de esa misma década, Bogotá clasificaba entre las capitales latinoamericanas de mayor crecimiento en número de turistas internacionales. Viraje dado durante la gestión del politólogo Luis Fernando Rosas al frente del Instituto Distrital de Turismo, precisamente en la alcaldía del actual presidente de la República, Gustavo Petro, hoy uno de los protagonistas de la inacabable controversia pública alrededor de la construcción del metro.
Como el curso de la historia no cambiará en los próximos años, mientras no se terminen tanto las obras actuales como las que están pendientes de inicio, Bogotá seguirá padeciendo su caótica movilidad, un pésimo indicador para atraer la atención y el interés de quienes nos quieran visitar. La presencia de flujos turísticos podría verse afectada frente a dicha circunstancia, más aún en estos complejos tiempos de crisis sanitaria, cuando los turistas tienden a ser proclives a la búsqueda de destinos espaciosos y amables, alejados de las aglomeraciones y de los impactos ambientales.
La infraestructura vial y la movilidad serán pieza clave en el encadenamiento turístico si se pretende atornillar la ciudad en el top de los mejores sitios de viaje de la región. Y para cumplir con el objetivo, el sistema de transporte masivo jugará un papel protagónico. Por lo tanto, el metro que se prevé construir debería alinearse con la estética del entorno urbano, el pleno disfrute de los espacios y el mejoramiento de la calidad en materia de experiencias turísticas. Para una metrópoli como esta, extendida triangularmente, sofocada y sin adecuada planeación, la propuesta de una línea elevada básica, impuesta maquiavélicamente por el entonces alcalde Enrique Peñalosa sin estudios de diseño, es la peor alternativa.
Peñalosa, un exitoso conferencista sobre buses articulados, patrocinado por la multinacional Volvo, y negacionista de la eficacia del metro, inundó a Bogotá del transporte que referenciaba y que dista de ser un sistema eficiente y confortable, partiendo de sus mismas escuetas y lánguidas estaciones. Con un criterio más político que técnico, echó para atrás los diseños sobre el metro subterráneo, elaborados por su antecesor en la Alcaldía, Petro, y con el empecinado razonamiento de impulsar una solución de bajo costo para dejarles presupuesto a sus troncales de Transmilenio, metió a la ciudad en el embeleco del metro elevado.
Con la complicidad del entonces presidente J. M. Santos, le marcó el rumbo a una alternativa antiestética, inconveniente, de poca usanza en la actualidad y que en el mediano plazo habrá de resultarle más costosa a la ciudad, porque bien se sabe que lo barato sale caro. Peñalosa priorizó el costo en dinero sobre el costo-beneficio y, de mantenerse la decisión sobre el elevado, el Distrito deberá encauzar permanentes recursos para asumir el gradual deterioro superficial de la obra al aire libre y garantizar el control de la seguridad. Sobre esto último, la experiencia demuestra que las partes bajas de los viaductos suelen convertirse en albergues de habitantes de la calle y en oscuros focos de miseria y de violencia.
Una línea elevada del metro afectará la infraestructura de la ciudad, oscurecerá el paisaje urbano, marginará el patrimonio arquitectónico y producirá contaminación ambiental, visual y auditiva. El área trazada atraviesa una zona densa en infraestructura urbana, con altas edificaciones, por cuyas ventanas desfilarán día y noche bulliciosos vagones, segregando a un grueso sector de la población. Los predios a su alrededor sufrirán irremediable desvalorización. Bajonazo en el precio de la tierra que terminará afectando las arcas distritales ante la inevitable reducción de los ingresos catastrales.
Bogotá tendrá que convivir, entonces, con una enorme cicatriz urbana que partirá en dos el cielo bogotano, afeando la ciudad y pauperizando algunos tramos de su recorrido. Lo que debería ser una moderna y eficiente infraestructura vial, que sirva además como referencia turística, amenaza con convertirse en patético lunar urbanístico, producto de intereses políticos y económicos generados por un eximio vendedor de buses que, más que un metro, nos dejaría por muchas décadas no solo un kilómetro de desencanto sino un verdadero muro de las lamentaciones.
En campo ajeno. La procuradora Margarita Cabello Blanco, tan laxa en las investigaciones sobre los $70.000 millones robados en el Mintic y en otros escándalos de corrupción de la casta política que le da albergue, ejerce mano dura contra funcionarios del actual Gobierno. Suspende al presidente de la SAE, Daniel Rojas, y a otros tres funcionarios que averiguaban una irregular venta de acciones, con presunto detrimento patrimonial, el caso de la Triple A, empresa de servicios públicos en el Atlántico, en la que tienen intereses los polémicos contratistas Christian Daes, William Vélez y la casa Char, muy cercanos a la ahora émula del inquisidor Alejandro Ordóñez.
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