Conservo frescos en mi memoria los recuerdos de infancia en que veía y oía a mi mamá levantar su voz por los derechos de las mujeres. Ella y mi papá han construido, desde el principio, una relación horizontal en la mayor parte de su vida conyugal. De ese matrimonio nacimos cuatro hombres y una mujer. Mi hermana ha sido la más exitosa de todos en su vida emocional y profesional, gracias a que ha sabido ejercer en plano de igualdad sus derechos. Hoy es una colombiana que tiene un liderazgo global en una empresa que presta servicios de salud en el mundo. Una tía, muy cercana a nosotros, construyó una organización de mujeres que se ha dedicado a trabajar por la defensa de sus derechos en un territorio profundamente patriarcal y violento. Su trabajo le ha merecido reconocimientos nacionales e internacionales. Nací y crecí en un ambiente de mujeres luchadoras por sus derechos.
Desde hace 23 años estoy casado con una mujer que cree en la igualdad de derechos entre mujeres y hombres. Esos derechos los ejerce progresivamente todos los días de su vida.
A lo largo de mi vida profesional, la inmensa mayoría de esta en el sector público, he tenido la oportunidad de conocer y trabajar con muchas mujeres valientes que han hecho de la lucha por sus derechos una causa de vida. También he conocido a muchos hombres que se han sintonizado con esa causa. He intentado ser uno de ellos.
A pesar de mi entorno, cuando observo mi vida descubro en ella las marcas del patriarcado. Liberarse de él no es un asunto sencillo. Son varios siglos de arraigo de un antivalor que se ha transmitido de generación en generación. Esa liberación constituye uno de los desafíos más grandes para avanzar hacia una auténtica democratización de nuestra sociedad.
Hemos dado pasos importantes en materia de reconocimiento formal de los derechos de las mujeres y de sanciones para quienes los violen. Sin embargo, como suele ocurrir en Colombia, la realidad cotidiana va en la dirección contraria a los textos legales. El reto más importante que tenemos por delante es el de lograr el tránsito de esos derechos desde las normas escritas hacia la conciencia de los hombres.
En pro de ese esfuerzo, es absolutamente necesario el involucramiento del sistema educativo en todos sus ámbitos. El desmonte del patriarcado en la mente masculina debe empezar desde la infancia y fortalecerse a lo largo del desarrollo de la personalidad de adolescentes y jóvenes adultos.
Si logramos que surjan unas generaciones entre cuyos paradigmas de vida se encuentren el concepto y la práctica de una nueva masculinidad, habremos superado siglos de discriminación y exclusión contra las mujeres.
P. D. El jueves pasado acompañé, en el colegio Gimnasio Moderno, al senador Iván Cepeda a recibir, merecidamente, el Premio Alfonso López Michelsen gracias a su trabajo a favor de la paz y los derechos humanos. El expresidente Ernesto Samper expresó en dicho acto unas breves palabras y en ellas destacó tres virtudes del senador homenajeado: serenidad, discreción y coherencia. Suscribo esas palabras.