Nací en el Putumayo, uno de los departamentos de la Amazonia. En los años 70, a pesar de la marginalidad y la falta de acceso a los servicios públicos, el conflicto armado era aún ausente. Los pocos policías existentes cargaban solo un bolillo y su oficio casi que se limitaba a separar las riñas entre los borrachos.
A principios de los años 80 aparecieron los cultivos de coca y con ellos varias organizaciones armadas ilegales. Unas con origen político, como las Farc, que crecieron económica y militarmente a través del cobro del llamado “impuesto” de gramaje a los cultivadores de coca. Otras, al principio con una doctrina antisubversiva, pero luego con un empeño exclusivo por controlar el mercado de la coca. Y después de las anteriores aparecieron las que hoy existen, que son unos grupos armados que imponen a sangre y fuego su autoridad sobre los eslabones primarios de la cadena del narcotráfico. Todas ellas han sembrado dolor y muerte durante cuatro décadas.
La política criminal contra las drogas ha contribuido a incrementar las ganancias de las organizaciones que las producen y venden. La persecución a los cultivadores ha derivado en la extensión de la frontera de colonización y una de sus consecuencias ha sido la deforestación de la selva. Aciertan quienes proponen cambiar el enfoque criminal por uno regulatorio; sin embargo, aún falta un hervor para lograr al respecto un consenso de la comunidad internacional. Mientras tanto, es urgente acabar con la violencia y eso implica proteger a los campesinos, indígenas y afrodescendientes de las mafias del narcotráfico y sacarlos de la situación de abandono estatal en la que se encuentran. Uno de los desafíos más grandes del Gobierno es garantizar a los pequeños cultivadores de coca una alternativa sostenible de ingresos. A pesar de diversos esfuerzos del pasado, eso no ha sido posible. Los suelos amazónicos no resultan adecuados para la agricultura tradicional y la ausencia de vías de comunicación no permite que los productos de sustitución de cultivos ilícitos sean competitivos en los mercados. Existen productos de origen amazónico que parecen ser promisorios, pero es difícil que sean suficientes para asegurarle ingresos al grueso de la población que depende del cultivo de la coca.
La propuesta del presidente Petro de conservar la selva amazónica con apoyo internacional en el marco de la lucha contra el cambio climático puede ser el punto de quiebre del narcotráfico en esa región y la vía para alcanzar la paz. Todo dependerá de que los fondos de financiación sean suficientes para pagar a los ciudadanos de la ruralidad amazónica una renta permanente por las actividades de reforestación y conservación.
En la Amazonia vive el 2,4 % de la población colombiana. Si además desagregamos de ese porcentaje a la población que vive en las zonas urbanas de esa región, estamos hablando de un numero muy pequeño de ciudadanos. Es a ellos a quienes habría que subsidiar económicamente para liberarlos de las mafias armadas y que se dediquen a la conservación de la selva amazónica.