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                                                                                                                              Estos bandoleros exquisitos

                                                                                                                              La jeta más famosa del mundo, grande y libidinosa como el pecado, acaba de cumplir cincuenta años de estar lanzando al que le caiga improperios inofensivos que ya son leyenda.

                                                                                                                              Estos cuatro rufianes, cuando salen a escena, juntos pero no revueltos, suman tres cadenas perpetuas y de golpe otra tantas ejecuciones, si ellos, tan provocadores, hubieran cumplido al pie de la letra el espíritu de sus canciones: la revuelta en las calles, el motín de los alucinados, acabar con la virginidad de señoritas en flor que, en el frenesí de los sesenta, pasaron de suspirar por la aparición del príncipe azul, a acostarse con algo más terrenal, una especie de satán de utilería que les ofreció ácido, sexo libre y sin remordimientos, y una temporada en el caleidoscopio de una generación que se volvió mito.
                                                                                                                              Los Rolling Stones, señores. Una rara máquina que ya no rueda como en los tiempos gloriosos, se quedó estancada, si acaso, en los años ochenta cuando lanzaron su último suspiro, Start me up. Y de ahí en adelante rodaron por inercia, ellos lo supieron desde que su invento empezó a mostrar fisuras, cuando se volvieron predecibles, cómodos, su creatividad se adocenó, ya no vendían discos como antes y sus canciones pasaban apenas de reojo por la televisión y eran una pausa mínima en la radio. Pero se las ingeniaron para hacernos creer, en los últimos treinta años, que sus gritos de combate eran cosa de ayer, o de hoy por la mañana, sacados de la manga de la última resaca de Keith. Son unas bestias ambiguas, que han sabido manejar con maestría, al mismo tiempo, sus arrugas, que no ocultan bajo la dictadura del bisturí de los famosos, y esa energía inverosímil que no parece desgastarse con el paso de tantos calendarios, de odios infundados, enfrentamientos, celos y sordideces.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Este pecho los vio en acción en su última gira, Mick salta, corre, se contonea como un fauno tras su presa, Keith le saca a su guitarra chispas, fuma como un preso, tiene una voz arrugada por el humo y el desenfreno, Rony sigue ahí, con sus extravagancias adolescentes, un pelo negro azabache teñido la noche anterior, nada en alcohol y en decadencia, mueve su instrumento de manera insinuante, como si fuera su juguete sexual, y Charly, mudo, misterioso, peliblanco, habla con su batería, con su ritmo inconfundible, en sus ratos libres, se dedica con pasión al jazz. Magos de la imagen, no se han dejado manosear por la nostalgia y mucho menos por el implacable paso de los años. Nunca se los ve en homenajes a los de su generación, ni en festivales de los sesenta, ni en conciertos humanitarios en los que, como atracción de circo, se desempolvan las momias sagradas de la llamada, ya con hastío, “década maravillosa”. Nada: terminan las giras y cada uno se va a lo suyo. Es un perfecto matrimonio por conveniencia, en el que la mezquindad está amaestrada, los millones fluyen, y se soportan porque el ego y la adrenalina de su público que aún acude en masa a la cita, pueden más que los viejos rencores, rivalidades y puñaladas traperas.
                                                                                                                              Esa noche, en el American Airlines Arena de Miami, los asistentes somos una infinita constelación de puntos brillantes, en medio de la oscuridad, de pronto se oye el estruendo de una guitarra, sale Richards al escenario, y detrás de él, a las carreras, como un fugado del manicomio, Jagger, el estadio explota en un grito, el escenario se prende en luces de todos los tamaños y colores, y de pronto se ve la composición de los asistentes: niños, jovencitas locas, cuchibarbies de jeans apretados y minifalda, lucen camisetas con escote profundo, la jeta más famosa del mundo queda cortada por la mitad, sin tetas no hay rollingstones, y contemporáneos de la banda, hombres pensionados, con bastón, cansados, apenas si se mueven, sonríen, ven pasar el espectáculo, la película lejana de sus propias vidas, no entienden cómo esos bandoleros exquisitos, que alguna vez inspiraron su rebelión, siguen ahí, casi inmortales, sin las tristezas del retiro y las miserias de la enfermedad.
                                                                                                                              No quiero imaginarme el final. Tampoco que, como cualquier de nosotros, tendrán su sitio reservado en los efluvios. Es decir, que un día, serán sólo recuerdo. Cincuenta años y siguen desafiando el tiempo. Que extraño es el rock, el arte, cuando se vuelve pasión de vivir: la existencia se convierte en un proyecto en construcción, sigue vigente mientras el destino y la suerte lo permitan. 

                                                                                                                              La jeta más famosa del mundo, grande y libidinosa como el pecado, acaba de cumplir cincuenta años de estar lanzando al que le caiga improperios inofensivos que ya son leyenda.

                                                                                                                              Estos cuatro rufianes, cuando salen a escena, juntos pero no revueltos, suman tres cadenas perpetuas y de golpe otra tantas ejecuciones, si ellos, tan provocadores, hubieran cumplido al pie de la letra el espíritu de sus canciones: la revuelta en las calles, el motín de los alucinados, acabar con la virginidad de señoritas en flor que, en el frenesí de los sesenta, pasaron de suspirar por la aparición del príncipe azul, a acostarse con algo más terrenal, una especie de satán de utilería que les ofreció ácido, sexo libre y sin remordimientos, y una temporada en el caleidoscopio de una generación que se volvió mito.
                                                                                                                              Los Rolling Stones, señores. Una rara máquina que ya no rueda como en los tiempos gloriosos, se quedó estancada, si acaso, en los años ochenta cuando lanzaron su último suspiro, Start me up. Y de ahí en adelante rodaron por inercia, ellos lo supieron desde que su invento empezó a mostrar fisuras, cuando se volvieron predecibles, cómodos, su creatividad se adocenó, ya no vendían discos como antes y sus canciones pasaban apenas de reojo por la televisión y eran una pausa mínima en la radio. Pero se las ingeniaron para hacernos creer, en los últimos treinta años, que sus gritos de combate eran cosa de ayer, o de hoy por la mañana, sacados de la manga de la última resaca de Keith. Son unas bestias ambiguas, que han sabido manejar con maestría, al mismo tiempo, sus arrugas, que no ocultan bajo la dictadura del bisturí de los famosos, y esa energía inverosímil que no parece desgastarse con el paso de tantos calendarios, de odios infundados, enfrentamientos, celos y sordideces.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Esa noche, en el American Airlines Arena de Miami, los asistentes somos una infinita constelación de puntos brillantes, en medio de la oscuridad, de pronto se oye el estruendo de una guitarra, sale Richards al escenario, y detrás de él, a las carreras, como un fugado del manicomio, Jagger, el estadio explota en un grito, el escenario se prende en luces de todos los tamaños y colores, y de pronto se ve la composición de los asistentes: niños, jovencitas locas, cuchibarbies de jeans apretados y minifalda, lucen camisetas con escote profundo, la jeta más famosa del mundo queda cortada por la mitad, sin tetas no hay rollingstones, y contemporáneos de la banda, hombres pensionados, con bastón, cansados, apenas si se mueven, sonríen, ven pasar el espectáculo, la película lejana de sus propias vidas, no entienden cómo esos bandoleros exquisitos, que alguna vez inspiraron su rebelión, siguen ahí, casi inmortales, sin las tristezas del retiro y las miserias de la enfermedad.
                                                                                                                              No quiero imaginarme el final. Tampoco que, como cualquier de nosotros, tendrán su sitio reservado en los efluvios. Es decir, que un día, serán sólo recuerdo. Cincuenta años y siguen desafiando el tiempo. Que extraño es el rock, el arte, cuando se vuelve pasión de vivir: la existencia se convierte en un proyecto en construcción, sigue vigente mientras el destino y la suerte lo permitan. 

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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