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El mismo día en que el juguetón padrecito Alberto Cutié (el sacerdote de origen cubano, con cara de tontohermoso, que tiene consternadas a la beatas del sur de la Florida) anunció que dejaba la iglesia católica, apostólica y romana, para acogerse a la episcopal, el ex alcalde de Bogotá, excamarada, ex sindicalista y exdirigente del Polo, Lucho Garzón, también anunciaba su decisión de abrirse del parche, dejar a un lado a su congregación. No es coincidencia. A los dos, por distintas razones, les incomoda el celibato.
El padrecito Alberto está enamorado, tiene novia y, como es un tipo normal, le gusta retozar con ella en la playa. Lo ha confesado con candor y sin arrepentimiento: sucumbió a los placeres de la carne. Nuestro audaz dirigente político, ahora parte de un “kit” independiente, llamado los quíntuples, también está con sus hormonas alebrestadas, sin control, parece un adolescente cuando descubre las delicias del sexo opuesto.
En sus tiempos de camarada, Lucho usaba un cuello de tortuga que parecía de cura. Era comunista, oficiante de una religión con herejes, obispos e incluso un vaticano que era vigilado, en sus entrañas, por una momia: Lenin (aclaración: el vaticano se derrumbó, pero la imperturbable esfinge sigue ahí, conectada al respirador artificial de la nostalgia y el oportunismo). En ese entonces, el exalcalde seguía la línea correcta, era cuadro querido del partido, tenía una clara conciencia de clase y se la jugaba, sin vacilar, por el proletariado. Era virginal, célibe, lejos de la concupiscencia del poder.
Cuando dejaba el púlpito, en su parroquia de Miami Beach, el padrecito Alberto debía confrontar su fe y su deseo, sin duda la figura de su amada Rhuma, su cuerpo celestial (a los ojos del religioso) sus palabras, sus jadeos en medio de la pasión, quebraban la voluntad de este pobre soldado de Cristo. No hay pruebas fehacientes de que Lucho, ante el peligro de cualquier tentación maligna, se haya flagelado, o haya recorrido de rodillas la Plaza Roja, como una forma de castigar sus debilidades. Ni siquiera sabemos si, como una forma de penitencia, haya dejado de asistir, más de un mes, a Café y Libro, una salsoteca donde el hombre azotaba baldosa sin remordimientos de intelectual pequeñoburgués.
Desde el momento en que Lucho decidió despojarse de su eterno cuello de tortuga, supimos que algo estaba pasando en el alma de este veterano cruzado de Marx y Hector Lavoe. Todo coincidió con su llegada a la alcaldía, al Palacio Liévano, lugar donde empezó a buscar la llave para quitarse para siempre su cinturón de castidad. La cosa fue aún más complicada por su cercanía al Palacio de Nariño. El “gustico” se volvió irresistible.
Lucho y el Padre Alberto, ya a leguas de distancia de sus antiguas iglesias, transitan felices por el mundo con su nueva relación, se han liberado de sus propias ataduras. No se cambian por nadie. El uno se siente en las grandes ligas de la historia, con su destino mirando hacia el solio de Bolívar. El otro ha renacido, su amor ya no es clandestino, Rhuma está al lado de su excurita con cara de tumbalocas.
Por lo pronto, el ex dirigente del Polo ya dijo que, como en la vieja canción de Roberto Carlos, quiere tener un millón de amigos, o más, con varios millones en efectivo, para que aporten a la campaña. Con seguridad abrirá sede en el norte. Y con el tiempo, vendrán la publicidad, los compromisos, las agendas apretadas y los discursos. Lucho presidente, Lucho por la decencia, Lucho a la fija…La marca da para todo.
Mientras tanto, el padrecito Alberto, convertido en pastor de su nueva iglesia, tendrá hijos, construirá un hogar y seguirá siendo el siervo de Dios. Las beatas lo considerarán para siempre un traidor. Algunos beatos de la izquierda, los antiguos camaradas de Lucho, los comunistas que se quedaron sin obispos ni iglesia, tampoco lo perdonarán. Lo verán como un tránsfuga.
A mi las sotanas, tanto a diestra como a siniestra, me han producido siempre espanto y profunda aburrición. La vida se vuelve como una inmensa área restringida. Estos dos sacerdotes, que alguna vez fueron célibes, han tenido la gran revelación de sus vidas: al final, cuando se trata de sexo o de poder, lo peor es la abstinencia.
