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Momia con sabor a fresa

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Groucho Fritz
28 de junio de 2009 - 05:51 p. m.
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A raíz de los cuarenta años de Woodstock, estaba pensando que la década del sesenta es un cadáver exquisito, una momia como la que reposa en las entrañas del Kremlin, visitada por nostálgicos, curiosos, ignorantes, cínicos y desesperanzados, cuando de pronto empezó a circular la noticia que estremeció de nuevo los cimientos del mito: Michael Jackson, el amo y señor de los ochenta, el rey torcido del pop, el tipo más raro que haya dado el negocio del entretenimiento, (esa máquina estrafalaria de hacer billetes y destruir personalidades), ya no era de este mundo.  

La leyenda se encargará de embalsamar a este hijo natural de la fanfarria, experto en producir canciones pegajosas y pegachentas e hipnotizar a las multitudes con un baile que era como caminar por la luna. Por supuesto que no tuvo la sustancia de Jimmy Hendrix, pero sí el suficiente talento para dejar una huella indeleble. A finales de los sesenta Michael era aún niño, trabajaba de día y de noche en giras interminables con sus otros hermanos, esclavo de su propia genialidad precoz y de un padre que desde siempre vio a su hijo como una bonita oportunidad para salir de pobres y conquistar la fama.

La televisión muestra las imágenes de los fans de este ser patético, solitario y maniático, apostados en los alrededores de la clínica donde fue llevado agonizante, hay desconcierto, tristeza y ... nostalgia, la materia prima renovable de todo esta rueda sinfín, que vive de conmemoraciones, de recuerdos, de la infinita capacidad de los mercaderes para seguirle sacando el jugo a un muerto venerable que ni siquiera se ha tomado la molestia de apestar. Por el contrario, huele a campo de fresas, a sicodelia, a guerras perdidas y batallas libradas desde diversas trincheras, la contracultura, las drogas, los alucinógenos, el motín callejero.

Nunca antes en la historia de la humanidad, había existido la posibilidad de que las brechas generacionales se disolvieran gracias a la combinación de espectáculo, tecnología, intereses comerciales y ese gran invento de los sesenta llamado "cultura juvenil", que ha construido una mitología mezcla de tragedia y exuberancia. El Olimpo ahora es visitado por un nuevo espectro, los "expertos" ya están creando las bases para la inmortalidad de Michael, la televisión repite sin cesar el himno de tu gloria, internet es un aliado clave para ver videos y resucitar viejas canciones que no habían vuelto a sonar porque las emisoras decidieron abrirle las puertas de par en par al hip-hop y cerrárselas a un pedófilo exonerado por una justicia dudosa.

Mi papá solía tararear boleros y tangos. Mi mamá enloquecía con las canciones melancólicas, tristes, de Garzón y Collazos (¿alguien se acuerda de este dueto?). No podía haber mayor distancia entre los padres y sus hijos adolescentes de hace cuatro décadas: un grito "destemplado" de la invasión de los mechudos del rock'n'roll, era para mi viejo un insulto, la muestra más clara de la perversión de la música.

Mi hijo, que tiene doce años, y yo compartimos gustos musicales. He visto a sus amigos luciendo camisetas de Jim Morrison, e incluso tocando en guitarra canciones de los Beatles. Es como si yo, a esa misma edad, en 1972, hubiera lucido un estampado de Duke Ellington...O me hubiera aficionado al foxtrot. Un extraterrestre.
Es la química de un tiempo pasado que la humanidad ha resuelto poner en presente porque es rentable y porque, de todas maneras, marcó un camino que aún estamos recorriendo, a pesar de todo.

Michael ahora anda en los efluvios. No fue santo de mi devoción, pero debo confesar que su muerte inesperada me impactó, me puso la piel de gallina, no tengo un solo disco de él, pero su música siempre rondó por ahí, en las fiestas, en las discotecas, lo recordaremos como el símbolo de lo que sobrevino después del sueño de la llamada "década prodigiosa": la adicción a la fama, a las luces, al dinero implacable. A esta luminaria decadente, lo sorprendió la parca tratando de recuperar, de manera desesperada, tal vez ilusa, su gloria perdida y su capital.

 

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