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Digo “circo” y pienso en malabares, piruetas, acrobacias, contorsionismos, exotismos, exageraciones... en zancos, ventrílocuos, tragafuegos... en animales indómitos que fueron domeñados, en seres humanos cuya humanidad parece a prueba de humanismos, en payasos, en más payasos, en imitadores, en títeres y marionetas.
Digo circo, ese arte de entretener, hacer reír, generar suspenso, hacer pasar el tiempo sin que se note que pasa. En el circo queremos que el tiempo se detenga. Porque es muy pronto, es efímero. Pero el circo tiene tiempos propios, exactos: la función tiene que encajar. La función está preestablecida.
El circo tiene su historia, claro. Es un arte milenario que comenzó hace tanto, en China o India lo sitúan unos; más acá o más allá en el tiempo, en Egipto o Grecia lo sitúan otros.
Digo circo y pienso en el romano, ese “espectáculo” donde emperadores y cónsules, cansados de ver carruajes disputarse una meta, para entretenerse tiraban bestias a enfrentarse con más bestias y luego, cansados de ver esto, tiraban hombres a enfrentarse a ellas. La bestia humana, por bestia que fuera o se sintiera, terminaba destrozada, devorada, mal herida en el mejor de los casos, y dicen que la gente se reía de aquel espectáculo tan grotesco, ahí sí cabe el adjetivo: grotesco.
Los hay que se presentan en grandes y aireados recintos, claro. Pero cuando digo circo pienso en esos que iban —o van aún— de pueblo en pueblo, vendiendo sus poco comprobados, divertidos, insospechados, alabados espectáculos, con sus carpas roídas, esas que alguna vez fueron rojas o azules o naranjas o verdes y que de tanto aguantar soles y vientos y lluvias se fueron percudiendo, como percudiéndose va ya la figura de sus artistas, de sus dueños.
El circo de pueblo es nostalgia dura, como los tablones de madera burda que servían de gradas en círculo, con esa casetica de latón a la entrada donde se compraba el tiquete para entrar a ese nuevo paraíso prometido, con sus luces fuertes que seguían a quien estaba en el centro del espectáculo, con sus animales famélicos y desalentados que a veces paseaban para dar cuenta de un don especial: un perro se para en una pata, un elefante sin trompa, una paloma que sabe hacer mandados, un caballo que se echa o se levanta con la voz del amo.
Lo mejor del show, sin embargo, eran los payasos con sus zapatos alargados que alguna vez debieron estar blancos y sus calzones anchos con cargaderas y sus camisones de colores y sus cachetes pintados de rosa fuerte y esa boca que extendían con maquillaje hasta las orejas y esa bola en la nariz que era infaltable. El circo puede carecer de acróbatas, contorsionistas o animales exóticos, pero nunca de payasos: son su razón de ser.
El circo —principalmente esos que van de pueblo en pueblo, prometiendo una última presentación de despedida— es caos y desorden: antes de la presentación hay tanto objeto tirado por ahí, hay animales rebuscando comida en algún bote, hay payasos todavía no investidos de payasos que están tascando soledades, malos humores, resacas, viejas amarguras. Sin embargo, unas horas después todo parece funcionar y la presentación de nuevo manda personas, principalmente niños, felices a sus casas. El circo es un orden en medio del desorden.
La palabra “circo” está en nuestra esencia. En nuestra cultura. Entonces hay quien habla “del circo de la política” o dice que “la política es un circo”. Y quizás haya razón. Nuestro espectáculo diario de “micos” que a veces alcanzan para “orangutanes”, de políticos malabaristas que van de junco en junco sin importarles nada, de decisiones que son burla más allá de las fronteras, de sospechosas reuniones (funciones) de medianoche para tomar decisiones poco convenientes para las mayorías.
“El circo continuará mientras haya gente que aplauda a los payasos”, escribió alguna vez el expresidente Mujica para ironizar del poder. Y el Pepe tiene razón. El problema es mayor, sin embargo, cuando el circo pasa a ser manejado por sus títeres o por payasitos.
