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                                                                                                                              La rentabilidad del odio

                                                                                                                              Unos días previos a la jornada del 11 de marzo me llegó un mensaje de Whatsapp en el cual se relaciona a Gustavo Petro con las Farc y en el cual me “previenen del riesgo” de que “el castrochavismo y el comunismo se tomen a Colombia”. No tendría nada de raro en estos días de no ser porque quien lo envió fue un sacerdote a quien he admirado bastante por su vocación y compromiso con las causas sociales. Entonces, mientras iba leyendo el mensaje, me surgió una pregunta: qué lleva a un hombre de su nivel académico, social, cultural a este tipo de prácticas que tanto cuestionamos, y mi respuesta a ello no es otra que la reproducción de un odio atávico que han gustado despertar ciertos personajes colombianos. Y que se ha prolongado por los siglos de los siglos…

                                                                                                                              Y en esa espiral de odios de dos tres cuatro siglos, el depositario predilecto ha sido ese grupo del que hacen parte quienes han estado por fuera de lo que es llamado “el establecimiento”. La historia del siglo XX es tan rica en ejemplos: odio hacia los movimientos sindicales de las petroleras y bananeras de principio de siglo (las mismas que tuvieron como punto culmen la masacre de 1928 que a algunos ahora les dio por negar); odio que recibía desde las élites capitalinas el caudillo Jorge Eliécer Gaitán —y que supieron atizar ejemplarmente Laureano Gómez desde los estrados políticos y Miguel Ángel Builes desde los púlpitos—; odio que despertaban en los años ochenta Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa; odio que no amainó en los años noventa y que comenzó con la muerte de Pizarro León-Gómez y cerró aquella funesta década con la muerte de Jaime Garzón. Porque el odio en Colombia no se permite medias tintas: el precio por osar “salirse del libreto” no es otra que la liquidación física. A los líderes se les quita su vida y a sus seguidores se les liquida moralmente.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Porque les ha resultado tan rentable. A cada nueva elección presidencial aparece ese “coco”, ese “demonio” que les quiere arrebatar su paraíso terrenal de privilegios. Algunos “líderes” de ese establecimiento, inteligentes a la hora de entender tal sentimiento tan humano del odio, nos lo despiertan y nos lo disfrazan con diferentes ropajes acordes a los tiempos: liberalismo ateo, comunismo, socialismo… la idea es no tener que explicar mucho.

                                                                                                                              Ese discurso del odio cala fácil y certero. Entonces, a esa práctica se le agregan unos miedos, donde palabras como infierno, caos, expropiación, son adjetivos tan explícitos: ahora el coco es el “castrochavismo”. Y siempre les ha funcionado. Tanto que ni siquiera hemos querido probar los métodos o estilos de alguien que se salga de su libreto fácil. O ¿alguien podría decir cómo es un gobierno de izquierda en Colombia? ¿Hemos probado esa fórmula de gobierno?

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La fórmula entonces ahora se repite. Las redes sociales son tan eficaces en la propagación de esos odios que se riegan como verdolaga en playa. Y, sin embargo, son esas mismas redes las que han ayudado a entender que el problema de Colombia no son los gobiernos de izquierda que nunca hemos tenido. Las redes poco a poco también ayudan a entender que son las élites que han sembrado odio, las mismas que han detentado el poder por más de dos siglos en Colombia. Esperemos que algún día seamos capaces de salir de esa borrasca de odios. Y nos escuchemos y construyamos desde la diversidad. Un país no crece a punta de odios.

                                                                                                                              Unos días previos a la jornada del 11 de marzo me llegó un mensaje de Whatsapp en el cual se relaciona a Gustavo Petro con las Farc y en el cual me “previenen del riesgo” de que “el castrochavismo y el comunismo se tomen a Colombia”. No tendría nada de raro en estos días de no ser porque quien lo envió fue un sacerdote a quien he admirado bastante por su vocación y compromiso con las causas sociales. Entonces, mientras iba leyendo el mensaje, me surgió una pregunta: qué lleva a un hombre de su nivel académico, social, cultural a este tipo de prácticas que tanto cuestionamos, y mi respuesta a ello no es otra que la reproducción de un odio atávico que han gustado despertar ciertos personajes colombianos. Y que se ha prolongado por los siglos de los siglos…

                                                                                                                              Y en esa espiral de odios de dos tres cuatro siglos, el depositario predilecto ha sido ese grupo del que hacen parte quienes han estado por fuera de lo que es llamado “el establecimiento”. La historia del siglo XX es tan rica en ejemplos: odio hacia los movimientos sindicales de las petroleras y bananeras de principio de siglo (las mismas que tuvieron como punto culmen la masacre de 1928 que a algunos ahora les dio por negar); odio que recibía desde las élites capitalinas el caudillo Jorge Eliécer Gaitán —y que supieron atizar ejemplarmente Laureano Gómez desde los estrados políticos y Miguel Ángel Builes desde los púlpitos—; odio que despertaban en los años ochenta Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo Ossa; odio que no amainó en los años noventa y que comenzó con la muerte de Pizarro León-Gómez y cerró aquella funesta década con la muerte de Jaime Garzón. Porque el odio en Colombia no se permite medias tintas: el precio por osar “salirse del libreto” no es otra que la liquidación física. A los líderes se les quita su vida y a sus seguidores se les liquida moralmente.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              El odio no ha permitido siquiera que esas personas demuestren si sus ideales o propuestas son —serían— viables. El establecimiento —llámese Partido Conservador o Partido Liberal, desde su ala más conservadora— ha gobernado a Colombia durante 207 años (salvo el gobierno de José Hilario López, que impulsó medidas como la abolición de la esclavitud, expropiación de tierras a la Iglesia católica, a la que además le arrebató el monopolio de la educación; o el intento de López Pumarejo a mediados de los años treinta). Y, sin embargo, ese establishment tiene hipotecado el manejo de lo público y no lo suelta, repite y repite la siembra de odio en contra de ciertas ideologías o de quienes las defienden o encarnan. Y siempre tienen un responsable: antier fue Uribe Uribe y fue Gaitán; hace tan poco Pizarro, Pardo Leal, Jaramillo Ossa… hasta Serpa tuvo que beber de esas aguas; ahora, “la amenaza” la encarnan Fajardo, De la Calle, Petro. Y entonces nos alertan, nos previenen de los riesgos de votar por ellos.

                                                                                                                              Porque les ha resultado tan rentable. A cada nueva elección presidencial aparece ese “coco”, ese “demonio” que les quiere arrebatar su paraíso terrenal de privilegios. Algunos “líderes” de ese establecimiento, inteligentes a la hora de entender tal sentimiento tan humano del odio, nos lo despiertan y nos lo disfrazan con diferentes ropajes acordes a los tiempos: liberalismo ateo, comunismo, socialismo… la idea es no tener que explicar mucho.

                                                                                                                              Ese discurso del odio cala fácil y certero. Entonces, a esa práctica se le agregan unos miedos, donde palabras como infierno, caos, expropiación, son adjetivos tan explícitos: ahora el coco es el “castrochavismo”. Y siempre les ha funcionado. Tanto que ni siquiera hemos querido probar los métodos o estilos de alguien que se salga de su libreto fácil. O ¿alguien podría decir cómo es un gobierno de izquierda en Colombia? ¿Hemos probado esa fórmula de gobierno?

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La fórmula entonces ahora se repite. Las redes sociales son tan eficaces en la propagación de esos odios que se riegan como verdolaga en playa. Y, sin embargo, son esas mismas redes las que han ayudado a entender que el problema de Colombia no son los gobiernos de izquierda que nunca hemos tenido. Las redes poco a poco también ayudan a entender que son las élites que han sembrado odio, las mismas que han detentado el poder por más de dos siglos en Colombia. Esperemos que algún día seamos capaces de salir de esa borrasca de odios. Y nos escuchemos y construyamos desde la diversidad. Un país no crece a punta de odios.

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