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Una de las columnas que más leí en época ya lejana –hasta que dejó de publicarse– fue la que aparecía los domingos en El Tiempo, titulada Un alto en el camino, del jesuita Alfonso Llano Escobar. Escrita durante 36 años, abarca 1.600 artículos, los que están recogidos en 11 volúmenes. Ha sido uno de los periodistas más constantes y prolíficos del país, y es además autor de más de 30 libros.
Durante su largo ejercicio sacerdotal se dedicó a difundir la palabra de Cristo –que fue siempre el orientador de su vida– con lenguaje claro y al alcance de todos. Trataba temas relacionados con la fe y con los conflictos del hombre, y los exponía con audacia, sentido reflexivo y ánimo controversial. Su columna era una de las más atrayentes y convincentes de la prensa nacional. El ejemplo de lo que predicaba está reflejado en su propia vida, que trasmitía sencillez, sabiduría y solidaridad con la gente.
Nació en Medellín en 1925 y murió en Bogotá en 2020. Ingresó en la Compañía de Jesús en 1941 y fue ordenado sacerdote en 1956. Se graduó en Filosofía y Teología en la Universidad Javeriana, y perfeccionó esos estudios en universidades de Roma. Dirigió el instituto de Bioética de la Javeriana y de la fundación Centro Nacional de Bioética. Toda la vida fue un estudioso de las complejas materias de un mundo en constante evolución y conflicto, y así mismo difundía y debatía los grandes problemas humanos.
En materia religiosa, le surgieron problemas con jerarcas de la iglesia católica en asuntos relacionados con los anticonceptivos, la resurrección de Cristo y la virginidad de María, entre otros. Varias veces se refirió a la tesis “ascendente” según la cual a Cristo hay que considerarlo un hombre normal, con padres y hermanos, a quien Dios hizo su hijo debido a su perfección. Esa tesis no le da credibilidad a la virginidad de María, ya que Cristo nació hombre.
Y estalló el conflicto mayor para el valiente y erudito jesuita. Se habló de una “herejía”, y el caso fue a dar a Roma. La jerarquía colombiana, encabezada por el cardenal Aníbal Muñoz Duque, le prohibió ejercer el sacerdocio. Y, además, la vocación de escritor. “La relación con el obispo de Bogotá, monseñor Pedro Rubiano, venía tensa”, revela el padre Llano, y agrega: “…no se me permitió despedirme de mis lectores ni podía responder a entrevistas: solo me quedaba obedecer y callar. La Inquisición quedaba corta”.
Todo esto lo revela el jesuita en su libro póstumo –sus memorias– ¡Soy libre! (Intermedio Editores), prologado por Roberto Pombo, exdirector de El Tiempo. La censura que recibió viola el artículo 18 de la Constitución colombiana, que consagra la libertad de expresión y establece que “nadie será molestado por razón de sus convicciones ni compelido a revelarlas ni obligado a obrar contra su conciencia”. He leído con mucho interés este libro estremecedor y estoy atónito frente al castigo a que fue sometido el ilustre discípulo de Ignacio de Loyola.
escritor@gustavopaezescobar.com
