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Adiós a las armas

Héctor Abad Faciolince

07 de enero de 2012 - 08:00 p. m.

El alcalde Gustavo Petro no tiene derecho a decidir quién puede ir armado y quién no; esa es la típica alcaldada del político narcisista: le dan un poder menor, un pequeño poder, y ya se siente todopoderoso.

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Cree que puede cambiar a su antojo la Constitución y las leyes. Sin embargo la idea de Petro —desarmar a la gente, no permitir que ningún civil porte armas de fuego— es buena, es conveniente, pero la iniciativa deberían tomarla aquellos que de verdad pueden cambiar las leyes: que el Gobierno o incluso los mismos alcaldes que están de acuerdo con la iniciativa presenten un proyecto del ley al Congreso. O que los senadores y representantes salgan de su sopor secular y saquen una ley seria que no sea un mamarracho contradictorio y lleno de excepciones, que es el esperpento que tenemos ahora.

Lo cierto es que hoy en día está prohibido portar armas, si uno no tiene un permiso y un salvoconducto. En teoría, pues, la prohibición ya existe. Pero, como suele suceder aquí, es una prohibición poco seria, una prohibición simbólica y sin dientes. Por un lado, quienes portan armas ilegalmente reciben una pena mínima si son capturados con una pistola. Por otro lado, hay un negocio legal de las armas para los civiles y las empresas privadas de vigilancia (cuyo monopolio es del Ejército y quiere conservarlo), y al menos tres negocios ilegales de tráfico de armas: el de la guerrilla, el de los paramilitares y el de los narcos.

La extrema izquierda, la que simpatiza con los grupos guerrilleros alzados en armas, no acepta que la Policía y el Ejército (dirigidos por el Gobierno civil) tengan el monopolio de la violencia. El discurso de la izquierda dice, todavía, que las Fuerzas Armadas son tan arbitrarias en el uso de la fuerza como los asesinos y los ladrones. No es así. Por muchas barbaridades que hayan cometido, no es así. El Ejército no está dedicado a matar indigentes para presentarlos como falsos positivos: lo han hecho algunos y están siendo castigados: pero esa no es ni una política ni una práctica oficial del Ejército.

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También, algunas veces, pocos policías han matado inocentes. En Bogotá ha ocurrido recientemente. Hasta la Policía británica —una de las mejores del mundo— lo hizo con un brasileño durante la paranoia del terrorismo; pero esa no es la norma, ni allá ni acá. Y mientras menos civiles armados haya, menos armada y menos paranoica será también la Policía.
La extrema derecha tiene también un doble discurso. Por un lado, como piensa que el Gobierno es débil con los grupos guerrilleros, y los jueces cómplices de ellos, cree que es necesario formar grupos armados de autodefensa para impedir el secuestro, la invasión de tierras, el abigeato, etc. Como muchos narcos y exparamilitares son también terratenientes, hay una alianza ideológica y práctica que, con la disculpa de que no hay Estado, dice que ellos se tienen que convertir en el para-Estado que defiende la propiedad. Por eso ellos defienden que haya grupos que porten armas. Su idea es anticuada y patricia: quieren que, como en el medioevo, sólo los caballeros (los que tienen caballos) y los propietarios puedan llevar armas; no así los peones, que si las llevan, son automáticamente graduados de guerrilleros.
Con una situación así, el abandono de las armas, que es urgente y sería una medida pacificadora de toda la sociedad, que disminuiría nuestros vergonzosos índices de violencia, no puede venir de la iniciativa de un alcalde egocéntrico. Tiene que ser el resultado de una ley que sea, al mismo tiempo, benévola y feroz. Quiero decir, generosa y benéfica para la mayoría de los ciudadanos, y feroz con los infractores. Cuando sea el Estado el que efectivamente tenga el monopolio de la fuerza, su uso tendrá que ser mucho más moderado y restringido. Y el riesgo de largos años de prisión para los infractores civiles, tiene que ser altísimo. Sin armas, el viejo y sucio oficio de ladrón volverá a ser un arte de astucia y no esta salvajada de matones.

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