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ALGO TÍPICO DE LOS LIBERALES ES INtentar reemplazar la tradición por la razón, o mejor, viejas costumbres tradicionales por nuevas prácticas razonables; los conservadores, en cambio, no oyen razones, porque confían que aquello que se ha decantado durante siglos, por algo será, y debe seguir tal cual.
Yo, aunque me siento liberal por temperamento, no siempre concuerdo con el ánimo reformista de mis correligionarios, o por lo menos dudo. Los liberales, por ejemplo, harían una ortografía fonética y puramente racional. Eliminarían la combinación qu (para el sonido k) y escribirían siempre ke y keso, en vez de que y queso. A mí me parece que cierta redundancia ortográfica, aunque haga más larga la palabra, hace más fácil la lectura, porque en realidad uno no lee las palabras, en general, sino que las adivina. Admito, sin embargo, que una ortografía tan compleja como la del inglés o la del francés, trae más problemas que beneficios.
Otro ejemplo en el que los reformistas y los tradicionalistas se enfrentan es en las libertades y los hábitos de comportamiento sexual. A los liberales, por ejemplo, no les parece inmoral que los adolescentes se acuesten. Esta libertad sexual parece razonable; sin embargo, de esta revolución se derivan infinidad de embarazos adolescentes e incluso infantiles. De esta semana es el caso de una niña de diez años que parió un bebé de tres kilos. A los reformistas no nos gusta el embarazo adolescente, y menos el infantil, pero no podemos negar que su aumento, en parte, se debe a haber suprimido un tipo de moralidad tradicional (conviene llegar vírgenes al matrimonio). Muchos actos de liberación tienen efectos secundarios indeseados.
El gobierno socialista español ha propuesto una ley sobre los apellidos, para preservar el principio de igualdad entre hombres y mujeres. Desde 1999, y hasta hoy, según el Código Civil español los progenitores escogen cuál de los dos apellidos (el del padre o el de la madre) llevará el hijo; cuando no se ponen de acuerdo, prevalece el del padre. Muy razonablemente, los socialistas de España dicen que esto no es equitativo y ahora proponen que el recién nacido lleve, cuando no hay acuerdo, el apellido que venga antes en el orden alfabético. Una ley así haría casi invencible al apellido Abad, pero pondría en serios aprietos de supervivencia al apellido Zapatero.
Entiendo muy bien que si mi tatarabuelo, Gregorio Abad, se casó con una señora Emiliana Ángel, sus hijos heredaron tantos genes de ángeles como de abades, y si hubiera regido la ley que hoy se impone en España, yo bien podría apellidarme Ángel (o Restrepo, o Mesa, según otras abuelas y bisabuelas). Pero en realidad este ánimo racional, equitativo y reformista, lo que en el fondo produce es una gran confusión. El apellido se usa para dar, básicamente, una información: de quién es hijo tal. Si X es Pareja, quiere decir que tal persona es hija de un señor Pareja, y no de un señor Alzate. La libertad de escoger, o la obligación de escoger el apellido más próximo a la A, será más equitativo, pero llevará una información confusa: el apellido será una sigla, y no dirá mucho más. Perderá el significado claro que tiene hoy.
Los indios, que tienen una civilización más antigua, en la cual ni siquiera se usaba el apellido, tratan de seguir, para los nombres, las leyes de Manu, que dicen así: “El padre pondrá nombre solemnemente al hijo en un día lunar propicio, en el momento favorable y bajo feliz estrella. El nombre del bramán (sacerdote) expresará favor; el del chatría (guerrero), poder; el del vaisiya (labrador, comerciante) riqueza; el del sudra (siervo) dependencia. Que el nombre de la mujer sea fácil de pronunciar, dulce, claro, agradable; que termine en vocales largas; que suene como palabras de bendición”. Los criterios eran anticuados, supersticiosos, clasistas (peor: de castas) y machistas, sin duda. Pero también sin duda más poéticos. Cada vez me asombro más de lo poco poética que puede ser la razón.
