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Mucha gente piensa que, al contrario de lo que ocurre en el ámbito de la política (donde todo son puñales y traiciones, odios y calumnias), en la República de las Letras los poetas, intelectuales, novelistas y escritores en general se la llevan muy bien y, si discuten, lo hacen con elegancia y argumentos, pero sin envidia ni cálculos. Es todo lo contrario y desde siempre, o al menos desde cuando Aristófanes, con sus burlas a Sócrates, al parecer contribuyó a que este fuera condenado a muerte. La envidia, el odio, la maledicencia y las rivalidades son moneda corriente también en la República de las Letras. El mismo origen de esta expresión, que podría traducirse como “República de las Cartas”, está en las cartas que intercambiaban algunos ilustrados, en las cuales lo más común era condenar a unos y salvar a otros, hacer alianzas, formar grupos y movimientos en oposición a otras escuelas y otras camarillas literarias.
En Madrid hay un bonito barrio de calles empinadas y estrechas (muy cerca del centro de una ciudad de la que uno no sabe bien cuál es el centro) que ha sido bautizado como Barrio de las Letras. En el barrio hay teatros y tablaos flamencos, librerías de viejo, tabernas con historia y cafés que tuvieron asistentes importantes, y varias calles con nombres de escritores que pasearon, nacieron, vivieron o murieron por ahí. Me gusta mucho caminar por esas calles, solo con mi cuaderno, y me suelo tomar el primer vino en una callejuela minúscula: la de la Berenjena. ¿Por qué ahí? En honor a Sancho Panza, que llama señor Berenjena al fingido autor del Quijote, Cide Hamete Benengeli.
Brindar ahí, al aire, es también una forma de tomar partido entre dos escritores que admiro mucho, pero que, después de ser amigos, dejaron de quererse: el exitoso Lope de Vega, que hipócritamente se ordenó cura del Santo Oficio para protegerse y quien probablemente usó esa dignidad para atacar a Cervantes en el prólogo (muchos dicen que escrito por él) al Quijote de Avellaneda. Allí se burla de que sea viejo, pobre y manco de la mano izquierda. Y en otra parte dice (esta vez con su firma): “De poetas no digo. Pero ninguno hay tan malo como Cervantes; ni tan necio que alabe a Don Quijote”. La primera parte del Quijote había tenido éxito de lectores y eso era imperdonable para el siempre exitoso Lope. Las historias se repiten siglos después: cuando Javier Cercas tuvo éxito con su novela Soldados de Salamina, Roberto Bolaño, hasta ese momento buen amigo, empezó a despreciarlo y a atacarlo.
Lo irónico de quienes hicieron la nomenclatura del Barrio de las Letras es que uno va subiendo por la calle de Cervantes y al llegar al número 11, casi en la esquina con la calle de Quevedo, ¿qué se encuentra? La casa, hoy museo, donde “vivió y murió” Lope de Vega. Y si se dobla a la izquierda por esa misma calle de Quevedo, al llegar a la otra esquina, es decir a la calle de Lope de Vega, se encuentra una inscripción en la que dice que en ese solar tenía su casa propia don Francisco de Quevedo, cristiano viejo y cojo. Quizá por lo de cojo la calle de Quevedo es corta, de una sola cuadra. Y quizá por cristiano el viejo Quevedo despreciaba y atacaba a otro gran poeta, judío converso, Góngora, y el único que podía hacerle alguna sombra en el momento. Y Góngora le respondía con no menores insultos, rimas y desprecios. Lo triste es que Góngora no tiene calle en el Barrio de las Letras, pero sí se registra, en esa misma esquina que digo, que era inquilino del mismo solar, es decir que le tocaba pagar arriendo a su peor enemigo, a Quevedo.
Y si uno sigue caminando y bebiendo, las paradojas no terminan ahí porque al bajar por la calle de Lope de Vega, al llegar a la costanilla de las Trinitarias, ¿qué hay? ¡La tumba de Miguel de Cervantes! Justicia poética: en la calle de Cervantes está la casa de Lope, en la calle de Quevedo vivía el inquilino Góngora y en la calle de Lope queda la tumba de Cervantes. Ni la muerte los separa.