Bibliotecas comunistas

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Héctor Abad Faciolince
14 de abril de 2019 - 05:00 a. m.
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El comunismo ha demostrado que es totalmente inútil, y hasta desastroso, para producir carne, huevos, bancos eficientes y papel higiénico. Sin embargo estoy convencido de que hay espacio para que algunos bienes y servicios sean públicos, comunitarios, (casi) gratuitos y al alcance de todos los ciudadanos. Hay cosas que, privatizadas, caen bajo el dominio del egoísmo y del provecho individual, cuando tendrían que ser patrimonio de todos por igual.

El aire, por ejemplo, no debería ser algo disponible solo para aquellos que se lo puedan permitir. Y eso está ocurriendo con el aire limpio. Mientras la mayoría de los ciudadanos se joden y se enferman con el aire asqueroso de Medellín o Bogotá, unos cuantos podemos permitirnos escapar a las zonas donde el aire no ha sido todavía contaminado por carros, fábricas, motos y desidia. También el agua potable es un derecho del que deben disponer ricos y pobres, y al menos la del consumo básico (para beber), tendría que ser gratis. Un mínimo vital, mil litros al mes por familia, debería ser gratuito. Y a partir de ese mínimo cobrarla cara, para que todos aprendamos a cuidarla.

Nadie nos cobra (hasta ahora) por caminar. Y puesto que andando ya es muy difícil llegar a la escuela o al trabajo, en las grandes ciudades el transporte público es el sustituto de los pies. En este sentido creo que el transporte público debería estar subsidiado para los que todavía no trabajan (los estudiantes) y para quienes ya dejaron de trabajar (los jubilados).

Otra de las cosas que deberían ser (y todavía son) gratuitas para todos los ciudadanos son los libros. Acabo de asistir a un encuentro de “Community Libraries” (bibliotecas comunitarias) en la región de Apulia en Italia. Esta región, que en el pasado era una de las más atrasadas del sur de Italia, resolvió invertir el 60 % de los recursos que les brinda la Unión Europea en la construcción y remodelación de bibliotecas y museos en centenares de pueblos y pueblecitos esparcidos por el territorio. Los resultados son maravillosos: niños que van a oír cuentos con los abuelos y abuelos que vuelven a aficionarse a la lectura; jóvenes que van a estudiar y a hacer tareas con la ayuda de wifi libre y gratuito; impresoras 3D para sus juegos; reuniones de ciudadanos donde se discute el futuro del municipio; incorporación de los inmigrantes, para que todos vean que no son monstruos extraños.

En Colombia no carecemos de experiencias exitosas y esperanzadoras. A partir del ejemplo de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín (auspiciada por la Unesco hace casi 70 años), la potencia cultural de mi ciudad creció de la mano de la promoción del libro. Alcaldes como Sergio Fajardo y Alonso Salazar hicieron de las bibliotecas un factor de cohesión social, abatimiento de fronteras y conciencia ciudadana. Fajardo, con sus “Parques Biblioteca”, lo hizo todo para replicar el modelo en muchos pueblos de Antioquia. Si los celos políticos de un gobernador inepto, Luis Pérez, no hubieran producido el abandono y la ausencia de financiación de estos centros culturales, sus efectos benéficos podrían verse mucho más. Pero no, este hombre dedicado a la politiquería quiere convertir estas bibliotecas en elefantes blancos. Y lo está logrando, para decir que es culpa de Fajardo.

Una política de centro no es una política de tibios. Una política de centro es la que identifica cuáles actividades funcionan bien con un sistema privado y de lucro de producción (porque no todos somos capaces de producir computadores o papel higiénico), y cuáles otras funcionan bien con un sistema público o, si quieren llamarlo así, comunista. Una biblioteca no da dividendos económicos, no le produce a nadie ganancias monetarias, es necesario financiarla, subsidiarla (así es en los municipios y también en las universidades privadas). Sus efectos no se miden en pesos, sino en conocimiento, en neuronas que se activan, en ciudadanos más responsables e incluso en felicidad.

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