Uno de los ídolos de la más rancia y decadente izquierda latinoamericana (Maduro, Ortega, Cuba, una parte de la guardia petroriana local), Vladímir Putin, firmó el lunes pasado una nueva ley en Rusia mediante la cual declara ilegal todo tipo de “propaganda” a favor de “relaciones sexuales no tradicionales”. La ley será aplicable en el cine, los medios de comunicación, la publicidad, los libros y todo tipo de publicaciones que puedan llegar al alcance de los niños. Esta ley pretende proteger a la santa e impoluta madre Rusia de la nefasta influencia occidental que pretende proteger los derechos de la población LGTBQ. La ley incluye, además, en el mismo texto, una prohibición análoga a todo lo que pueda ser visto como “propaganda de la pedofilia”, poniendo así en la misma categoría de lo repudiable tanto la homosexualidad como la pederastia.
Tres días después, el jueves, como en una confirmación de que Occidente respalda lo que Rusia llama conductas perversas y contrarias a la moral, la Cámara de Representantes de Estados Unidos confirmó algo que el Senado ya había aprobado (con el apoyo de 12 senadores republicanos): la protección a nivel federal del matrimonio gay. También en la Cámara 39 representantes republicanos se unieron a la mayoría demócrata. Con esta ley federal (de obligatorio cumplimiento en todos los estados de la federación) se cortan las alas a los legisladores conservadores que quisieran reversar en sus estados la legalidad de los matrimonios entre homosexuales.
Pocas horas más tarde, el mismo jueves, los gobiernos de Rusia y Estados Unidos llevaron a cabo un intercambio de prisioneros que estaba en el aire desde mediados de año. El canje, en este caso, no podía ser más desigual. Por un lado estaba Brittney Griner, una atleta negra, estrella del básquetbol, medallista de oro olímpica en dos ocasiones, lesbiana y casada con otra mujer. En febrero, poco después de la invasión a Ucrania, fue condenada en Rusia por tráfico de drogas, tras cometer el tremendo delito de llevar en su equipaje aceite de hashish, o marihuana líquida que ella usaba en vaporizador para controlar la ansiedad y el dolor. Para la justicia rusa, debidamente dirigida por el poder ejecutivo, Griner era culpable de tráfico de estupefacientes y había sido condenada a nueve años de cárcel.
Por el otro lado estaba un traficante de armas ruso, Viktor Bout, apodado “el mercader de la muerte”, ex agente de la KGB, como Putin, que se había hecho archimillonario vendiendo armas de la antigua Unión Soviética a terroristas de medio mundo. Entre sus clientes estaban grupos violentos tales como Al-Qaeda, los talibanes afganos, así como grupos armados (disidentes o en el poder) enfrascados en guerras civiles en Liberia, Sudán, Congo, Libia, República Centroafricana y Sierra Leona. Curiosamente fue apresado y condenado por un delito relacionado con Colombia. Agentes encubiertos gringos, que se hicieron pasar por guerrilleros de las Farc en 2011, consiguieron que Bout les vendiera misiles tierra-aire para derribar, supuestamente, aviones y helicópteros con pilotos estadounidenses. Tras esta operación encubierta el vendedor de armas fue condenado a 25 años de cárcel. Al ser liberado esta semana había cumplido menos de la mitad de la condena.
Aunque Rusia había negado siempre los nexos entre el vendedor de armas y el gobierno de Putin, lo cierto es que desde hacía años el régimen ruso buscaba por muchos medios su liberación. Acaba de conseguirla, intercambiando una estrella del deporte por una estrella de la guerra civil y de la muerte en el tercer mundo. Canjes de este tipo, aunque comprensibles por su componente de compasión, hacen que muchos ciudadanos occidentales comunes y corrientes estén en peligro si son susceptibles de caer en las manos de la injusticia rusa. Ojalá historias como estas sirvan para hacer recapacitar a los putinianos locales. ¿Nos vamos a alinear con la libertad o con la muerte?
