Hace 20 años, en este mismo periódico, publiqué un artículo sobre el hijo del maestro Salustiano Tapias (el actor Humberto Martínez Salcedo, buen humorista que engendró a ese simpático obrero de la construcción de Sábados Felices), a quien llamé, por sus grandes dotes de camaleón y de oportunista político, “el doctor veleta”. Para caracterizar la psicología de ese abogado sinuoso y sagaz, hoy a la cabeza de la Fiscalía General de la Nación, usé una cita de una novela vienesa: “poseía un oído finísimo para el intrincado vaivén de las relaciones, influencias, simpatías e intrigas. En su rostro podían leerse, como en un barómetro, las oscilaciones de la atmósfera política. El lado hacia el cual se inclinase era, con toda seguridad, el del poder de mañana”.
Veinte años después, el fino olfato político de Néstor Humberto Martínez (que lo ha llevado a trabajar de cerca con los gobiernos que hemos tenido desde entonces) ha llegado, al fin, a su nivel de incompetencia. Y a algo aún peor que la incompetencia: a la total incompatibilidad. Martínez está en el lugar equivocado: exactamente en el sitio donde la red y los nudos de sus incompatibilidades personales y profesionales hacen absolutamente necesario (por el bien del país, por la dignidad de su cargo, por la seguridad jurídica de la nación) que renuncie a su puesto. Es más, el fiscal nunca debió haberse presentado siquiera como candidato.
Quiero creer, para no convencerme de que este país sórdido está absolutamente dominado por una trama criminal, que la muerte de Jorge Enrique Pizano haya obedecido al acto desesperado de un hombre solo y acorralado por la enfermedad y el abandono. También quiero creer que su hijo, Alejandro Pizano, haya muerto por accidente al ingerir el mismo veneno que matara a su padre. Pero estas dolorosas muertes no se pueden explicar solo como un accidente y un suicidio. El azar y la voluntad, aquí, no están en estado puro. La voluntad de matarse del padre (si escogió el suicidio) proviene de un contexto corrupto que lo acorraló y que ya no pudo manejar. Y el azar por el que el joven murió se parece a una tragedia shakesperiana en la que el hijo asume el destino del padre para salvar su memoria. En la tragedia de este hijo que ya no verá al otro hijo que espera (su viuda está en el séptimo mes de embarazo), el país al fin se ha conmovido y exige lo que nunca ha habido en la terrible trama Odebrecht: justicia.
Y justicia es, precisamente, lo que no puede ofrecernos el fiscal general Néstor Humberto Martínez. Lo único que él puede dar ahora es silencio, postergación y dudas. Tampoco es puro azar el hecho de que cuando el fiscal levantara la pantalla de su teléfono para dar una muestra de su inocencia —en ese mismo instante— se activara una llamada entrante, no propiamente de un Restrepo, un Gómez o un García, sino de un apellido casi único e inequívoco: Yamhure. Yamhure, el redactor de los textos de los paramilitares, y uno de los más sórdidos personajes colombianos. No, no es un azar que un personaje como el hijo de Salustiano Tapias se comunique con ese tipo de informantes del bajo mundo. Aquí no obró el azar ni la mala suerte, sino el mal cálculo: hay alta probabilidad de quedar en evidencia cuando uno se relaciona con gente así.
No, el litigante y asesor de Gilinsky, el exministro, exembajador y exsúper ministro, el principal abogado asesor y querellante del grupo Sarmiento, el probable redactor de un acuerdo entre Odebrecht y el Grupo Aval (a través de Episol y Corficolombiana) para no demandarse entre ellos, el abogado litigante que mantiene (en cabeza de su hijo Néstor Camilo) su gran bufete mientras ejerce como cabeza del ente fiscalizador más alto del Estado, no puede seguir siendo juez y parte, empresario privado de pleitos millonarios, que entra a un cargo público y deja de ser empresario un instante, solo para regresar a la misma fábrica de billetes. Si esto no es sórdido, es por lo menos grotesco.