Cualquiera que haya tenido y perdido una casa, sabe lo largo y difícil que es levantarla, y lo fácil que es tumbarla.
Quienquiera que haya ido a Roma sabe lo que el tiempo y los bárbaros hacen con los monumentos “eternos”. Si alguien ha escrito con cuidado y paciencia una novela, sabe con cuánta incuria la despacha un crítico maligno en un comentario, o un frívolo y pedante intelectual en una frase. ¿Quién es capaz, a partir de unos huevos revueltos, de rehacer la clara, la yema y la cáscara del huevo? ¿Quién no ha visto crecer un árbol durante años, para que en un instante lo carbonice el rayo?
Pues bien, construir un país también es mucho más difícil que destruirlo. La destrucción se logra en un instante. Un puente, una torre de energía, un oleoducto, los construyen cientos de obreros durante años. Un par de guerrilleros, con una carga de dinamita, derriban ese puente, esa torre, ese tubo, en un par de minutos. La política exterior se construye con laboriosos encuentros diplomáticos y acuerdos internacionales. Colombia, por ejemplo, intenta convencer a la OIT de que este no es un régimen que persigue y asesina a los sindicalistas. Toda esa construcción se derrumba también en un instante.
El martes pasado asesinaron en el Putumayo al primer sindicalista de 2012. Tenemos el récord mundial en asesinatos de sindicalistas y si ya va un muerto en la primera quincena del año, podemos esperarnos 24 para diciembre. Así podremos conservar nuestro vergonzoso primer lugar en este tipo de muertes. El crimen fue doble, pues los sicarios no sólo mataron a Mauricio Redondo, líder sindical de la USO, sino también a su esposa, Janeth Ordóñez, que lo acompañaba. Tenían cinco hijos menores de edad, que quedan huérfanos de padre y madre.
Por crímenes como este, de tipo fascista, Colombia sigue siendo un país paria en la comunidad internacional. Y por masacres como la de San José de Apartadó, donde fueron asesinados tres niños y cinco adultos (y uno de los niños, de apenas dos años, fue decapitado de un garrotazo), también el Estado colombiano pareciera no merecerse otro título que el de “uno de los bandos del conflicto”. Al fin y al cabo en esta masacre han confesado su participación tanto jefes paramilitares como oficiales del Ejército. Destruir la reputación de todo un cuerpo militar, también lo logran muy fácil un puñado de matones.
Con crímenes como los anteriores, es comprensible que una comunidad como la de San José de Apartadó se haya declarado “neutral frente al conflicto armado”. También es comprensible que muchos sindicalistas declaren lo mismo. Sin embargo, ni el asesinato de niños ni los atentados contra sindicalistas son una política del Estado colombiano. Hay personas en la cárcel por la masacre de Apartadó, y esto indica que hay una preocupación y un interés del Estado por depurarse, por apartarse de los sectores más abominables que nos han gobernado y que a veces pretenden seguir con las riendas del gobierno. Creo y espero que nuestro aparato judicial persiga y castigue a los responsables del asesinato del sindicalista Redondo y su mujer.
La guerrilla, en cambio, no tiene a nadie castigado en sus filas por secuestrar, torturar, volar puentes o torres de energía, por destruir poblaciones, reclutar niños, etc. Eso hace que no se pueda equiparar —como bandos simétricos— a “las partes del conflicto” (el Estado y la guerrilla) como hacen algunos movimientos civiles supuestamente pacifistas. En sus cartas se equipara, por ejemplo, a los secuestrados con los presos por subversión (que ellos llaman “de conciencia”). Un solo detalle ya los distinguiría: aquellos no reciben visitas ni tienen fecha de salida; estos sí. Aquí hay un Estado que, con fallas enormes, trata de construir. Y una guerrilla que destruye. Es esta última, sola, la que debe cesar el fuego. El que construye con dificultad no puede dejar de defender lo construido. El que destruye debe parar la destrucción, que es fácil.