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Uribe se echa un discurso al final de un tedeum y polariza a los feligreses. Si él habla, salen peleando a los gritos de la acción de gracias.
Su especialidad como agitador y demagogo (en esto se parece a su colega Chávez) es exacerbar los ánimos y despertar la fiera que todos llevamos dentro. Para él, “firmeza” es sinónimo de intransigencia; pretende que le digamos “carácter” a su mal genio. Sus áulicos en Twitter y en las redes sociales se dedican a la misma perorata incendiaria: a decir que Santos es aliado de las Farc y del coronel vecino. Esas proclamas furibundas son al mismo tiempo brutas y dañinas.
Nadie duda —y menos el mismo presidente Santos— que el coronel Chávez es todo lo contrario a un modelo de líder democrático. Su estilo de militar populista y enemigo de las libertades es evidente. Su última arbitrariedad consistió en un odioso atentado contra la libertad de prensa: más de dos millones de dólares de multa contra el canal independiente, Globovisión. Pero esto no quiere decir que Santos (o Uribe) se deban meter en la política interna venezolana. ¿Por qué? Porque si nos metemos allá, les estamos dando a ellos el derecho de meterse acá.
En China ni siquiera existe un canal opositor como Globovisión o un periódico independiente como El Nacional; pero sería ridículo que el gobierno de Santos (o el exgobierno de Uribe) se dedicaran a creer que pueden exportar la democracia a China. Estos halcones de ahora hubieran querido que los sucesivos gobiernos norteamericanos de la Guerra Fría escalaran una confrontación bélica —y, de ser necesario, nuclear— con la Unión Soviética. La historia nos ha mostrado que lo sabio fue dejar que la Unión Soviética se desmoronara sola, por la inconformidad de los mismos ciudadanos. La democracia en el mundo no triunfa porque se la exporte militarmente. Irak está más lejos de la democracia que Libia. La democracia se impone porque dentro de sus fronteras la gente está mejor (o menos mal). Las ansias de libertad y de bienestar son contagiosas. Nada que más le sirva a Chávez que una política de confrontación directa y furiosa.
No es que ahora Uribe —cuyo conocimiento de lo que pasa más allá de nuestras fronteras es escaso— se haya convertido en internacionalista democrático. Lo que sucede es que, como perdió las elecciones en Colombia, por malos consejos de sus malos amigos, se quiere meter en el rancho ajeno: las elecciones de Venezuela. Si la justa oposición a Chávez de los liberales venezolanos cae en la tentación de usar a Uribe como su asesor electoral (una especie de J.J. Rendón con banda presidencial) lo único que va a conseguir es polarizar aún más la opinión de su país; darle juego al coronel Chávez en la degradación y la exacerbación del lenguaje. Así se entra en el terreno del insulto, campo en el cual el coronel es un experto. Volver violento el verbo es la antesala de la acción violenta. Y eso es lo único que les falta en Venezuela: que se maten entre ellos.
Lo que está haciendo Uribe (al tratar de capitalizar en Colombia la antipatía que casi todos los colombianos sentimos por el coronel Chávez) es nocivo para la política exterior de nuestro país, que después de él, al fin, escogió la senda de la serenidad y la madurez, y dañino para la oposición política venezolana, que así será acusada de asumir un discurso belicoso. Lo que menos falta les hace allá es un capataz iracundo que enfrente a ese otro iracundo predicador con cáncer. Uribe quiere convertir una derrota electoral colombiana (Peñalosa en Bogotá, Gutiérrez en Medellín) en una victoria electoral venezolana. Si la oposición a Chávez acepta esta asesoría, lo que va a conseguir es, simplemente, un contagio de derrota. Si la oposición a Chávez, como es lo más deseable para Venezuela, gana las próximas elecciones, puede estar segura de que tendrá en Santos al mejor de sus aliados. Que no pueda decirlo en público —porque la diplomacia es así— es otra cosa.
