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En mi artículo de la semana pasada hacía ver la forma brutal y tenebrosa en que el presidente de Estados Unidos arremetía contra una periodista que se atrevió a hacer preguntas pertinentes y libres sobre los negocios de Trump en Arabia Saudita, y sobre el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en Turquía. Trump dijo que eso eran inventos de la cadena de noticias ABC y de su corresponsal en Washington, Mary Bruce.
Esta semana, en Colombia, ocurrió algo que parece calcado de lo anterior, así sus autores se sitúen en la orilla opuesta del espectro político. En nuestro caso, el presidente de la república arremetió contra uno de los periodistas de investigación más serios y respetados de Colombia, Ricardo Calderón, y su equipo de más de una docena de colaboradores, que se dedican a buscar con lupa la verdad en los sitios más recónditos del país. A Calderón se le deben investigaciones fundamentales (sin importar la ideología de sus protagonistas) que le han merecido los premios de periodismo investigativo más importantes, por su minucioso trabajo en profundidad. A una figura así no se la puede despachar con un simple insulto y mucho menos acusándolo de ser un vocero de la CIA.
Es evidente que en los hechos que originan su investigación, en la que aparecen salpicados un general y un alto funcionario de inteligencia, no se observa la mano ni la nariz de la central norteamericana. El origen está en un retén rutinario del Ejército, a las cinco de la madrugada, que detiene una caravana de siete vehículos, al parecer procedentes de Venezuela, y que circulan por una carretera secundaria cercana a la vereda Porcesito, municipio de Santo Domingo, en Antioquia. En la caravana van más de treinta personas que se niegan a someterse a una requisa. Después de más de ocho horas de tira y afloje, la caravana es obligada a ir, fuertemente custodiada, hasta una brigada en Bello. Allí al fin abren las puertas blindadas de las camionetas de la UNP, y se descubre quiénes son y qué llevan en su interior.
Un arsenal de armas de guerra, millones de pesos en efectivo, municiones, computadores portátiles, discos duros, celulares, etc. Entre los detenidos están varios cabecillas de un grupo que, se sabe, está dedicado (bajo la mampara de ser exguerrilleros de las FARC) al narcotráfico: alias Calarcá, el segundo al mando de las disidencias; alias Firu, comandante del frente 36; alias Ramiro, líder del frente 18; y alias Andrey, comandante político del Magdalena Medio. Por orden del gobierno estos cabecillas y sus compañeros de viaje deben ser liberados, por ser voceros de paz, pero sus armas y sus equipos electrónicos quedan en manos de las autoridades. Lo que uno se pregunta es por qué unos cabecillas en supuesta misión de paz, y cuidados por el mismo Estado en camionetas blindadas de la UNP, deben ir armados hasta los dientes, y con millones de pesos en efectivo.
Esto ocurrió el 23 de julio de 2024 y ni la Fiscalía ni ninguna autoridad había revelado el contenido de los portátiles y las memorias confiscadas. Más de un año después, como buenos investigadores que son, Calderón y su equipo dan a conocer parte del contenido de esos equipos y es ahí donde se filtra la posible colaboración y complicidad con ellos por parte de funcionarios del gobierno. Petro, igual que Trump, dice que todo es mentira: un invento de la CIA.
Que los narcos, amparados en un supuesto proceso de paz mal concebido, se estén tomando a la fuerza amplios territorios del país, no es un secreto. El secreto revelado por los investigadores de Calderón es que esta toma del territorio se está haciendo con la ayuda y complicidad de funcionarios del gobierno, quizá con la disculpa de que los narcos forman parte de una “insurgencia necesaria”, como dijo el experto en inteligencia (un Narváez de la izquierda) infiltrado en el Consejo Superior de la UdeA. O quizá el más hondo secreto esté en que el gobierno necesita el apoyo armado de estos grupos en las próximas elecciones.
