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La invención de la imprenta permitió que la reproducción fiel de un mismo original fuera como un milagro. Cada libro que sale impreso es una especie de clon, de gemelo perfecto, una copia fidedigna de un mismo libro auténtico. Si yo compro tres ejemplares de la primera edición de Cien años de soledad publicados por Sudamericana el 30 de mayo de 1967, sé que el número de páginas será igual (351) en cada uno y que todas las hojas serán como un espejo de sí mismas en todos los ejemplares. De hecho, se podría comprobar fácilmente que la página 135 empieza con la palabra “pasión” y termina con la palabra “cama”, y que si en la página 245 hay un único guion de diálogo (“—Es un hombre muy raro —dijo Fernanda—. Se le ve en la cara que se va a morir”.), esa misma premonición aparecerá idéntica en todos los libros de esa misma edición, en la línea trigésimo quinta de la misma página.
Lo anterior parece banal, pero no lo es. Antes de que apareciera la imprenta, ya había libros y se copiaban libros, con fidelidad, en la medida de lo posible, pero en realidad cada libro anterior a la imprenta era único, irrepetible. Los libros se hacían uno por uno, transcribiéndolos a mano a partir de un original (o de otra copia), y en cada copia, inevitablemente, se deslizaban pequeños cambios, la mayoría de ellos involuntarios, que dependían de algún capricho o distracción del calígrafo, del tamaño de la letra o el tipo de escritura que usara cada copista, de la longitud y amplitud de los folios de papel o de pergamino. Cada hoja copiada podía contener más o menos palabras que la hoja original que se transcribía. El error de un copista precedente era reproducido con fidelidad por un copista posterior. En el afán de obtener copias perfectas (sobre todo de los textos sagrados), en algunos monasterios se prefería a los copistas que no sabían leer, es decir, que nunca se dejaban llevar por su mala comprensión del sentido, y se limitaban a dibujar fielmente los signos que veían y que no comprendían.
Con la revolución digital del copy-paste, o copiar y pegar, la posibilidad de reproducir se vuelve inmediata, carente de todo esfuerzo, y al no intervenir la mano de nadie (no hay nada más característico de lo humano que el error), cada copia es fiel, perfecta. Esto, naturalmente, si las personas se limitan a copiar y pegar. Pero últimamente, al copiar y pegar un original, digamos un artículo, a algunos copistas impúdicos, o supuestamente creativos, se les ocurre hacer su propio aporte al texto copiado. Añaden una idea propia, una frase más, algo que les parece ingenioso, generalmente un insulto, y si en el original el autor matiza un comentario, ese matiz se borra y se deja solo el énfasis.
Vivo la experiencia desesperante (e incorregible) de ver artículos míos críticos con el presidente Petro, reproducidos con mi firma en redes sociales o en páginas web, pero mutilados en algunas partes y condimentados con añadidos (generalmente insultos y groserías) que yo nunca escribí. Estos artículos míos “corregidos” por copistas sin escrúpulos circulan entre grupos típicamente derechistas. Y me pasa igual con artículos míos críticos con el expresidente Uribe, corregidos y aumentados por alguna mano que los considera no suficientemente mordaces, con añadidos también injuriosos y vulgares, que yo no escribí, y que circulan entre grupos de izquierda.
Además de la facilidad de copiar y pegar, en esta era posimprenta se añade ahora la costumbre de copiar-pegar y abusar, es decir, añadir al antojo de cada cual palabras que no están en el original y que lo convierten en algo que no quería ser: una diatriba, un panfleto, no un artículo de reflexión sino un arma de palabras manipuladas en la absurda guerra de la desinformación. Y obviamente no hay tiempo ni forma de estar desmintiendo, corrigiendo e informando cuál era el texto original y dónde alguna mano abusiva metió el dedo para hacerle firmar a uno lo que nunca escribió.
