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Cuatrimotos y selección natural

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Héctor Abad Faciolince
04 de enero de 2009 - 03:00 a. m.
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UN AMIGO MÍO QUE SE MURIÓ DE VIEjo sostenía que hay una relación directamente proporcional entre inteligencia y longevidad, es decir que, en promedio, los brutos se mueren (y sobre todo se matan) más jóvenes, y los inteligentes viven más años.

Esos niños en los barrios y en los pueblos que empiezan a matar desde los doce o trece años, tienen razón cuando dicen que “no nacimos pa’ semilla”. Es verdad, no solamente se mueren pronto (porque acaban matándose entre ellos), sino que además no tienen siquiera el tiempo de fecundar hijos. No dejan descendientes y sus genes se pierden.

En estos días en que me puedo quitar el reloj de la muñeca; en estos días cuando lo que más me gusta (o gustaba) es caminar por los caminos de herradura, ha ocurrido algo triste, nuevo de este año: lo que antes eran paseos de tranquilidad y de contemplación (árboles, pájaros, montañas, hormigas, quebradas), se ha convertido en una aprensión constante. De un momento a otro se oye un rugido lejano que un instante después es un bólido que está encima, envuelto en polvo, arrojando humo y repartiendo piedras o pantano a los dos lados de la vía. Son como tractores en miniatura que pueden ir a toda velocidad, que producen más ruido que una moto grande, y hacen estragos por todos los caminos destapados de Colombia. Se llaman cuatrimotos y antes las tenían los mafiosos o los paracos (o sus retoños), pero como aquí el modelo a imitar son ellos, ahora las tienen los hijos de burgueses y terratenientes.

Pues bien, ellos están acabando con la paz de los campos; salir a caminar ya no es un deleite sino un riesgo. Y lo mismo para los que antes montaban a caballo, o arreaban reses de una finca a otra. Los caballos se asustan, se encabritan, o directamente son atropellados por los nuevos bárbaros en vacaciones. Con su arrogancia a toda prueba, con sus trajes camuflados de guerreros nostálgicos, con sus anteojos oscuros y sus guantes de infamia, arremeten contra las bestias y contra nosotros, los simples mortales a los que nos gusta todavía movernos con las piernas.

No veo ninguna solución legal contra esta peste. No me parece que un ministro de Transporte experto en trochas (incapaz en seis años de ineficiencia de hacer una autopista o de reparar una troncal del país) vaya a expedir un decreto que limite el tránsito de las cuatrimotos, o al menos su velocidad. Si no hemos sido capaces de limitar la velocidad de los carros en las ciudades, qué esperanzas podemos tener de que alguien obligue a estos prepotentes (que se creen los dueños del país) a andar despacio.

Como no hay leyes que los bajen, es posible hacerles, al menos, un presagio ominoso que se parezca a una maldición. Igual a los muchachos sicarios que no nacieron pa’ semilla, tampoco estos niñitos de cuatrimotos llegarán muy lejos. Ellos van a matar campesinos, peatones, terneros, gallinas y caballos, ellos van a acabar (por un tiempo) con la tranquilidad de los caminos de la tarde, pero también, poco a poco, padecerán una lenta e inexorable selección natural que va a aniquilarlos como especie: columnas rotas en la primera o en la séptima vértebra (para ser cuadrapléjicos o parapléjicos el resto de sus días), manos y piernas cercenadas por el poder de los impactos, caras desfiguradas por los cortes contra las espinas de los árboles, cicatrices atroces que les harán casi imposible conseguir pareja.

No nacerán tampoco pa’ semilla y habrá una inexorable selección natural que hará que estos brutos y brutales no lleguen a viejos. Fémures en astillas, tibias en pedazos, húmeros hechos trizas, ojos salidos de sus órbitas, rótulas destrozadas. Los caminantes, sí, seremos también diezmados por estos bárbaros, pero el destino de ellos será peor, y quizá un día unos padres menos bestias, unos abuelos menos insensatos, convenzan a sus hijos y a sus nietos de que esas armas que tienen entre sus piernas, y que ellos creen que son para matar, son también, y sobre todo, armas para matarse.

 

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