Borges, en una célebre conferencia sobre Swedenborg, cita una luminosa frase de Emerson: “Los argumentos no convencen a nadie”. Quizá por eso conviene escribir con historias, más que con argumentos. A eso se dedica la literatura.
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Cuando uno le está enseñando a jugar ajedrez a su hijo, le señala los errores que comete y se los deja corregir: “si mueves ahí tu reina, te la tomo con este alfil”. Mientras aprende, no rige la regla de ficha tocada, ficha movida y se le permite devolver la jugada. El aprendizaje se hace a partir de los errores y, más adelante, celebrando los aciertos. En cambio, cuando uno se enfrenta a un adversario real, no hay mejor estrategia que dejar, con cara de palo, que nuestro antagonista se equivoque.
Con esto quiero decir que para los adversarios políticos de Petro no debería haber más alegría ni más silencio y discreción que cuando este comete errores garrafales. El hombre sabio cultiva a sus antagonistas vocingleros pues son estos los que, antes que nadie, se dan cuenta de por dónde podemos estar cometiendo un error. Son adversarios útiles, y mucho menos peligrosos que los enemigos que nunca dicen esta boca es mía.
Cuando un dirigente enfrenta la vida y los asuntos del gobierno con una perspectiva netamente ideológica, alejada de todo pragmatismo, sus oídos son absolutamente sordos, y no solo a los argumentos; también sus ojos son ciegos a los efectos nefastos que sus propios actos están produciendo.
Esto es lo más curioso: que cuando uno tiene una fe ciega en su ideología (como si esta fuera una religión y la verdad revelada), y tiene la suerte de llegar al gobierno, se vuelve no solo inmune a los argumentos, sino también a los hechos. Los más altos representantes de la ‘Colombia, potencia mundial de la vida’, fueron elegidos mediante consignas y banderas con las que era imposible no estar de acuerdo: “ni un líder social más asesinado”; “ni un niño más que se muera de hambre”; “ni una persona sin techo y sin atención médica”; “ni un joven sin acceso gratuito a la universidad”. Perfecto. El caso es que los niños se siguen muriendo de hambre, los pobres siguen sin techo, y a los líderes sociales los siguen asesinando tanto como antes. Los hechos no los afectan, solo las consignas. No importa si la pobreza aumenta con tal de que yo siga gritando que el mío es el gobierno de los pobres.
Lo peor que pueden hacer aquellos que creen en la evolución y no en la revolución es no dejar terminar su período al presidente Petro. Petro tiene derecho a terminar los cuatro años para los que fue elegido democráticamente. Que nadie pueda decir que no lo dejaron jugar. Hay que dejarlo jugar y hay que dejar que se siga equivocando. Cuando los resultados nefastos estén a la vista de todo el mundo, pobres, ricos y de medio pelo, será posible que las mayorías vean y acepten que la evolución democrática funciona un poco menos mal que esa sustitución de élites que se viste de cambio revolucionario.
Un tipo de gobernante como Petro es experto en una sola cosa: en hacerse pasar siempre por víctima. La indignación es el disfraz de su ineptitud. Si lo tumban o lo inmovilizan, toda la vida dirá que lo tumbaron en el preciso momento en que estaba a punto de convertir a Colombia en un paraíso. No se le debe dar al presidente ningún pretexto para afirmar que es víctima de nadie. Lo importante es que vea, y con él todos veamos, que tan solo ha sido víctima de sus propios inventos.
Los efectos reales de su reforma a la salud, con sus bellas consignas justicieras, solo serán entendidos cuando en los hospitales no haya insumos con los cuales atender a los pacientes y cuando haya que acomodar en los corredores a las parturientas. Y la crisis de los pasaportes solo será comprendida cuando, al mismo tiempo en que no haya libretas en las oficinas de pasaportes y las filas de los que quieren viajar le den la vuelta a la manzana, el Estado esté pagando multas de billones de pesos.