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Del negacionismo al extincionismo

Héctor Abad Faciolince
27 de noviembre de 2022 - 05:30 a. m.

Que el cambio climático sea una calamidad, una inmensa catástrofe, una suma de tragedias individuales y de desgracias colectivas, es innegable. En los países más vulnerables los efectos del calentamiento global son el fuego, la hambruna y la sequía o el diluvio, las inundaciones y la hambruna. Es difícil saber qué es peor, si incendiarse o anegarse. Como en el famoso poema de Robert Frost, “some say the world will end in fire / some say in ice” (“Unos dicen que el mundo terminará en fuego / otros dicen que en hielo”). Que cada cual escoja si quiere terminar su vida quemado o ahogado: el resultado es igual.

Pero no me parece conveniente mezclar el fin del mundo con el calentamiento global. De la constatación cotidiana del cambio climático (hoy en día en España y en Bangladesh se sufre por la falta de agua y en Colombia y en Pakistán por el exceso de lluvias torrenciales) no se desprende que estemos encaminados a la próxima desaparición de la especie, a la inminente extinción de la humanidad. Este salto lógico —o mejor, ilógico— de que los innegables efectos catastróficos del cambio climático llevan a la inminencia del apocalipsis no se debería dar con tanta ligereza.

Paradójicamente tanto los negacionistas como los profetas de la extinción inmediata producen, con motivaciones distintas, un mismo efecto: la inacción, el desánimo. Y ambos se basan en la pseudociencia para fundamentar sus afirmaciones. Los primeros defienden una ilusión mentirosa (no pasa nada, todo está dentro de la normalidad). Los segundos caen en el fatalismo apocalíptico (el tiempo se agota o ya no hay nada que hacer). Los negacionistas afirman que en el clima mundial no pasa nada que no sea normal y que todo es un invento de los ambientalistas histéricos; los apocalípticos, que la humanidad se aproxima inexorablemente a la extinción. Si no pasa nada, o si ya está en marcha lo peor, la reacción es la misma: cruzarse de brazos. No hagamos nada porque nada pasa, o no hagamos nada pues no hay nada que hacer.

Lo más grave es cuando los líderes políticos se matriculan en movimientos negacionistas (Trump, Bolsonaro) o en movimientos apocalípticos (Petro). Este último, quizás inspirado por el hecho de haber llegado a Egipto, sintiéndose Moisés en las cercanías del monte Sinaí, propuso un decálogo escrito de su puño y letra. En tres de sus mandamientos (el primero, el séptimo y el décimo) se refiere a la extinción de la humanidad. Resaltar el inminente peligro de la extinción tiene el efecto de producir más desánimo y miedo que ganas de actuar. Hay cambios en el tipo de vida al alcance de toda persona que pueden ayudar a mitigar el cambio climático: cambios en la alimentación (menos carne y productos lácteos), en el transporte (más viajes a pie, en bicicleta o en transporte eléctrico; menos viajes en avión), en la vivienda (casas mejor aisladas del frío o del calor, menos uso de aire acondicionado o calefacción).

En vez de dedicarse a señalar culpas ajenas, también los países pueden emprender acciones unilaterales que animen a otros a actuar. Colombia fue durante decenios un buen ejemplo de energía limpia con las centrales hidroeléctricas. Estas tienen, por supuesto, efectos colaterales dañinos, pero en términos de cambio climático se las considera una fuente de energía limpia. Habría que pensar de nuevo si no conviene volver a apoyar este tipo de energía, que no contribuye al calentamiento global. Anunciar 200 millones de dólares anuales durante 20 años para proteger la Amazonia colombiana (quinto mandamiento) es una apuesta tan pequeña que resulta casi irrisoria. Un solo avión interoceánico cuesta 400 millones de dólares y se producen decenas anualmente. Los líderes deben dar ejemplo y proponer soluciones. Greta Thunberg viaja en velero y no en avión. La amenaza del apocalipsis es cosa de profetas y de líderes religiosos; los líderes políticos no deben asustar, sino convencer.

 

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