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Dinamarca tiene 43.000 KM2 de territorio. Un poco más que Suiza, que tiene 41.000. Con su reciente ampliación a 4,2 millones de hectáreas (equivalente a 42.000 km2), el Parque Nacional Natural Serranía del Chiribiquete tiene una extensión equivalente a la de esos países. Así lo ha dicho todo el mundo: es un parque del tamaño de Dinamarca. Conviene decirlo de este modo porque da una idea clara de las dimensiones del logro: es un parque natural más grande que Suiza, y el más grande de toda la región amazónica americana.
La comparación no se hace solamente en Colombia y no se hace solamente para lo bueno. Esta misma semana hubo otra noticia de sentido inverso (adverso en términos ecológicos), que comparaba un área en el mar Báltico también con la extensión de Dinamarca: se trata del tamaño del mar muerto, del mar que ya no tiene oxígeno, y que equivale, según los investigadores, a “un área del tamaño de dos veces Dinamarca”. El fenómeno de los fondos del mar sin oxígeno -donde pululan las algas azules descompuestas y las cianobacterias- no es nuevo en las zonas costeras de los países donde se practica la ganadería y la agricultura intensiva. El fenómeno se debe a un exceso de nutrientes en el agua (los excrementos del ganado y el nitrógeno de los abonos) que fomenta la proliferación de algas. Una de las pocas soluciones humanas que se han propuesto para este inmenso daño ecológico es bastante sencilla: consumir menos carne.
Así que mientras en el norte de Alemania y en el sur de Dinamarca se destruye el oxígeno del mar, con las consecuencias de falta de peces y de vida en esas aguas, y el desarrollo de cianobacterias que pueden ser venenosas para los animales marinos que se las coman, en el sur de Colombia se dona a la humanidad un territorio análogo para ser protegido: allí no podrá haber minería, no podrán construirse carreteras, no podrá haber agricultura ni ganadería extensiva ni intensiva… Y allí mismo, como dijo el presidente en su discurso, se absorben millones de toneladas de carbono y se liberan cantidades análogas de oxígeno. Para no hablar del agua dulce superficial, que en esa área reúne el 60 % de todas las aguas de la amazonia colombiana.
Puede decirse, entonces, que Juan Manuel Santos y sus ministros de Cultura y Medio Ambiente no han escogido una mala manera de despedirse del gobierno. Se van del poder dejándole al país y al mundo un inmenso regalo ecológico y cultural que corresponderá proteger a todos los ciudadanos y a los futuros gobiernos de Colombia. Este legado se une al que Virgilio Barco le había dado a la Amazonia hace ya 30 años. Y se une a lo único bueno que nos dejó el conflicto: áreas inmensas de territorio intocado, protegido, bendecido por la naturaleza porque fue abandonado o no pudo ser invadido por los depredadores seres humanos.
Hay que resaltar también lo hecho por unos cuantos colombianos que se enamoraron de este territorio y lo protegieron. Ante todo, los varios grupos indígenas que lo colonizaron sin destruirlo; que lo trataron como un espacio mágico y sagrado y por lo mismo pintaron en las paredes de los tepuyes los pictogramas más hermosos y antiguos de la Amazonia. Aunque son poco verosímiles las cifras de antigüedad que se están dando (20.000 años, cuando no se cree que hubiera todavía humanos en el continente), es indudable que estos miles de pictogramas son de una belleza y de una importancia incalculables.
A estos se une la tarea silenciosa de otros colombianos. El arqueólogo Carlos Castaño Uribe, quien fuera director nacional de Parques Nacionales en la época de Barco; los hermanos Patricio y Martín von Hildebrand, pioneros en todo; el escritor Wade Davis, que nos hizo ver en sus libros la importancia y belleza de este territorio. Y, de nuevo, el talante liberal y ecológico de dos presidentes, Barco y Santos, que no concibieron el territorio del país que gobernaron solo como fuente de recursos y riqueza, sino ante todo como fuente de vida.
