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EL TIEMPO, CUANDO ES BUENO, SE REpite. Por eso todos los años me gusta escribir —más o menos— el mismo artículo.
La vida milagrosamente se suspende por navidades y de pronto parece que la política no existiera (porque aquí no hay televisión y hoy suspenden los periódicos), que guerrilleros y paramilitares hubieran desaparecido como por encanto. Colombia es, por el momento, el paraíso que veo desde mi hamaca.
La hamaca es de San Jacinto y estoy tirado en ella. La he colgado entre dos árboles que me dan sombra en la cara. Pasa un pájaro rojo, o amarillo, o azul, de vez en cuando. Las loritas verdes de Vallejo no pasan este año gritando “hijueputas, hijueputas”, a todo lo que ven. El único sonido constante es el rumor de la quebrada que baja de las montañas de Támesis, entre piedras y árboles y guaduas.
Es muy temprano. Sube una brisa fresca del valle del Cartama. Me acaricia la piel, tiemblan los flecos sueltos de la hamaca. El río Cartama baja en curvas elegantes, cristalino; ayer vi nutrias bañándose en su lecho como sirenas enanas. Poco más abajo, el Cartama desemboca en el furioso Bredunco, que otros dicen río Cauca. Yo río de tus cóleras ciclópeas, oh río. Sí, desde aquí me río y no pienso en los muertos que bajan por el río, ni en las inundaciones, ni en nada.
De repente, debajo de la hamaca, en este paraíso, se acerca sinuosa una culebra roja, de coral. Me mira y me ofrece una ciruela madura. Yo la amenazo con el zurriago y ella se arrastra hacia los arbustos de la quebrada.
El toro, blanco orejinegro, se pasea con fingido desgano y falsa displicencia entre las novillas dispuestas a entregar al fin su doncellez, tras veinte meses de vida. A veces él las huele y eleva su hocico al cielo, como en acción de gracias. Después lanza un profundo mugido y las cinco novillas se estremecen. Una de ellas le lame una oreja para serenarlo.
Horacio y Virgilio no conocieron las amenas montañas de Antioquia, ni las cantaron. La poesía bucólica ya no está de moda. Un trozo de mi paisaje, este año, ha cambiado. Ya no hay potreros y árboles gigantes, sino un metódico y simétrico cultivo de cítricos. Egidio me cuenta que han sembrado sesenta y siete mil palos de naranja. Está llegando el progreso, dicen en Palermo, el caserío cercano. El progreso, los cultivos industriales, los abonos químicos y la fumigación tecnificada.
Qué maravilla. Desaparecerán los sapos y los renacuajos, no habrá más insectos, ni tortugas, ni armadillos, ni mariposas azules. No volverán a volar, ingrávidos, los colibríes ni, altos y fantásticos, los gallinazos. Yo quería, al morirme, dejarles a mis hijos este paisaje, como mi bisabuela se lo dejó a mi abuelo, como mi abuelo se lo dejó a mi padre, como mi padre me lo dejó a mí. Tal vez no será posible, tal vez los últimos en verlo seamos los de esta generación. Respiro hondo pero no suspiro.
Mis hijos están en la ciudad donde nació Catulo, cerca de Verona. Es invierno por allá. La villa de Catulo, dos mil años después, no ha desaparecido. Ah, si este valle del Cartama pudiera durar también dos mil años más, sin desaparecer. Con este sueño me llega el sueño y se me cierran los párpados al leve vaivén de la hamaca. La brisa más tibia que sube del Cauca me acaricia los pies al final de la mañana. Tengo que ir un rato a las faenas del campo; hay que echar azadón, y es duro. Como hace mucho calor, lo dejo para la tarde, cuando el sol caiga. Es importante que lo haga. Hay que quitar la maleza alrededor de las ceibas rosadas que sembré la navidad pasada, y que van a florecer, por vez primera, dentro de muchos años. Yo no las voy a ver gruesas y florecidas; tampoco las verán estas novillas recién preñadas. Espero que mis hijos las vean, desde otra hamaca.
