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Día de ilusiones, día de decepciones

Héctor Abad Faciolince

25 de octubre de 2019 - 10:04 p. m.

Chile lleva diez días paralizado por protestas callejeras. En Bolivia un presidente se reelige aunque la Constitución lo prohíba y la oposición cree que lo ha logrado mediante fraude electoral. En Estados Unidos gobierna un dueño de casinos, un especulador inmobiliario, un abusador de mujeres y un payaso. La mitad de la población catalana está en la calle protestando y pidiendo independencia, mientras la otra mitad va a trabajar imprecando contra las protestas nacionalistas. En Reino Unido los partidarios del brexit creen que abandonar la Unión Europea devolverá a la isla su antigua grandeza, y los opositores al brexit piensan que los llevará al aislamiento y a la quiebra. Los chinos de Hong Kong salen en millones a la calle para no ser incluidos entre los chinos sometidos a la dictadura del partido en Pekín…

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Muchos expertos inconformes aseguran que el malestar en la democracia es simplemente fruto de la desigualdad creciente que ha producido el neoliberalismo y que la gente está en la calle porque sus salarios de mierda no son nada comparados con lo que ganan cada día los ricos. Otros expertos conformes con el statu quo, en cambio, afirman que quienes protestan son simplemente hordas de zombis manipuladas por los populistas que solo admiten el gobierno de ellos mismos y, si gobiernan los que propician cambios benéficos, pero lentos, entonces les hacen (en la calle) la vida imposible. Y hoy en Colombia tenemos elecciones que —me temo— nos dejarán a muchos bastante más insatisfechos que contentos.

Este malestar en la democracia electoral es una especie de náusea planetaria, una enfermedad contagiosa como la gripe española de hace un siglo, como el fascismo o el comunismo en los años 30, como la misma oleada a favor de la democracia que en los últimos 75 años se exportó (desde Europa Occidental y Estados Unidos) como la gran panacea que llevaría desarrollo y bienestar al mundo entero. Hoy son ya muchísimos los que viven en el desencanto de esta forma de gobierno.

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Entre las propuestas más originales de reforma de la democracia electoral hay una provocación nacida (y no es una simple coincidencia) en Bélgica, un país también partido en dos facciones irreconciliables y donde formar gobierno por la vía electoral llegó a convertirse en un acertijo casi insoluble. El historiador de la cultura David van Reybrouck plantea, en su libro Contra las elecciones: Por qué votar no es democrático, la posibilidad de ensayar (como se hacía en la democracia ateniense, y también en las ciudades-Estado de Florencia y Venecia) elecciones por sorteo. El sistema consiste, digámoslo así, en una lotería a la que se inscriben todos los ciudadanos que estén dispuestos a ocupar un cargo público. La asignación de escaños —por ejemplo en una de las cámaras legislativas— se hace por cuotas precisas de población, es decir, si el 11 % de los habitantes de un país son negros, el 51 % mujeres, el 7 % gais, el 4 % de estrato 6 y el 31 % de estrato 2, los representantes se asignarán por sorteo, pero respetando esas proporciones.

Para Van Reybrouck las elecciones se han convertido en un ritual vacío en el que cada vez cree menos gente. Hay cansancio, desilusión y desdén por la democracia electoral. El sistema propuesto por él sería más representativo, y si bien es cierto que así podrían salir elegidas personas muy ignorantes e incompetentes, de este mismo mal padece el sistema electoral que usamos. Ensayar algo así al menos en una de las dos cámaras (por ejemplo, en la de Representantes y en las asambleas departamentales) sería un experimento muy interesante. Mucho peor no nos podría ir. Los ciudadanos elegidos por sorteo podrían tener asesores más expertos en materias específicas (economía, derecho penal, sistema bancario), pero ellos tomarían las decisiones.

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Gobernar no es fácil y sería conveniente que los ciudadanos comunes y corrientes, no los políticos profesionales, tuvieran también la oportunidad de hacerlo.

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