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Diciembre al fin

Héctor Abad Faciolince
04 de diciembre de 2022 - 05:30 a. m.

Diciembre predispone a textos menos polémicos, menos políticos, menos ideológicos. A no pensar si gobiernan amigos o enemigos, personas buenas o malas personas. Por un momento, me da casi lo mismo. Aunque siga lloviendo, ya se percibe en el aire, en la cara cansada pero sonriente de la gente, un espíritu distinto. Hay, en todos los que pueden, ganas de irse a temperar (es decir, a cambiar de clima) y de buscar, como decía De Greiff, mejores aires, mejores aires. En el trópico, como el paso del tiempo no nos trae un cambio de estaciones, como vivimos siempre en el equinoccio, intentamos cambiar de aires, de clima, de estado de ánimo, moviéndonos en el espacio. Los que viven en tierra fría anhelan la tierra caliente. Los que viven en tierra caliente sueñan con la tierra fría. Los que vivimos en tierra templada nos debatimos entre las ganas de un frío o un calor verdaderos. Tenemos la inmensa fortuna de combinar el trópico con el mar y las montañas: podemos subir al invierno o bajar al verano.

No solo cambia el mobiliario mental, sino el real. En cada diciembre, a mí, me entran ganas de hamaca, el mueble perfecto para leer, según decía alguien. Ganas de cambiar el tipo y el color de la ropa. Los que viven cubiertos de lana, capuchas e impermeables recuerdan que también es posible pasarse el día desnudos. Los que viven en shorts y camiseta sin mangas recuerdan que la ropa es un adorno y que también cubrirse es una forma de mostrarse. Los que se han pasado el año en la sobriedad de tonos grises, negros y marrones acatan que también en las telas hay colores de pájaros y flores; los que se han pasado el año vestidos con colores chillones sienten un anhelo místico de hábitos que atraigan por su amistad con el crepúsculo y la noche. Los pálidos no ven la hora de broncearse; los curtidos por el sol se dan cuenta de pronto de que la palidez no es enfermiza siempre y quieren un ayuno de luz ultravioleta.

Nuestra especie, nuestro genoma, guarda la memoria de muchas vidas anteriores. Como los seres humanos “tenemos pies y no raíces” (así lo dice sabiamente Salman Rushdie) hay en nuestra memoria milenaria un recuerdo de todos los climas y todos los países. Fuimos los que anduvieron bajo un sol ardiente en las praderas africanas; fuimos los que atravesamos el desierto sin agua; fuimos los que subieron a todas las cumbres nevadas o cubiertas de lava; fuimos los que recorrimos las inmensas llanuras hiperbóreas (es decir, donde ya no crecen árboles); fuimos quienes atravesamos el estrecho de Bering cuando las aguas estaban congeladas; fuimos los que cruzamos los ríos caudalosos y conseguimos llegar a la orilla distante; fuimos los que cazamos en la tupida selva y pescamos en la nieve congelada; fuimos los que surcamos el mar en troncos de árboles y motores de aire; fuimos todo el pasado de la especie y tenemos nostalgia del mundo entero porque el mundo entero (en los pasos remotos de nuestros miles de años caminando) ha sido, en todas partes, nuestro hábitat.

Por todo esto me resulta curioso que el nativismo y el nacionalismo, en los países donde domina una élite blanca, sea visto como algo de extrema derecha. Estoy de acuerdo: lo es. Pero el nativismo y el nacionalismo, en los países donde llegan al poder los nativos que por siglos habían estado excluidos del poder, indígenas en América, aborígenes o pueblos ancestrales en otras partes, afrodescendientes en América o África, sea visto como algo de izquierda. ¿Lo es? Entiendo el sentimiento de exclusión histórica y de revancha. Pero no tiene mucho sentido ir a decir al norte que acojan bien a los del sur, y al estar en el sur, decir a los del norte que se vayan. Lo normal, si eres del sur, es querer ir al norte; y querer ir al sur, si eres del norte. Eso es lo humano. Y todos deberían ser bienvenidos en todas partes.

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