Se dice que nadie sabe cuándo se va a morir; que solo Dios lo sabe. Quizá por eso las religiones repudian a los suicidas, que le quitan a Dios esa prerrogativa. Como dice el poeta Juan Vicente Piqueras en su Canción del suicida: “Yo soy aquel que sabe la fecha de su muerte”. Aunque un creyente más profundo podría decir que en el rollo de Dios estaba escrito que tal día y a tal hora Fulanito de Tal va a despojarse de la existencia por propia iniciativa. Si ni una brizna de hierba se mueve sin que Dios lo permita, los suicidas también son homicidas de sí mismos porque Dios así lo dispuso en el libro de nuestro destino.
Sea como sea, a muchos no nos importa tanto el cuándo, sino el dónde nos vamos a morir. Un vaticinio temporal, al fin y al cabo, es algo a lo que es imposible sacarle el cuerpo. Si un nigromante te dice: “Morirás el 23 de abril del año 2041”, por muy crédulo que uno sea, ni se queda tranquilo hasta esa fecha, seguro de que antes uno no se va a morir, ni se queda encerrado todo el día en la fecha fatídica, aunque es posible que cuente cada minuto de esas interminables 24 horas que van a parecer más largas que los 20 años que faltan de aquí hasta allá.
Álvaro Cunqueiro, el gran escritor gallego, sostiene que también “es inútil evitar el lugar donde está predicho que un hombre ha de morir” y para demostrarlo aduce varios ejemplos. El más famoso de todos es un relato del cual hay numerosas versiones: “El jardinero y la muerte”; “El gesto de la muerte”; “Salomón y Azrael”; “El apólogo del criado y el rico mercader”, etc. Borges recoge una de estas versiones en su Antología de la literatura fantástica. Cunqueiro relata la de Salomón y Azrael, que dice así:
Un hombre vino temprano a presentarse en el palacio del profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios lívidos. Salomón le preguntó: “¿Por qué estás tan asustado?”. Y el hombre le respondió: “Azrael, el Ángel de la Muerte, me ha mirado con ira esta mañana; me quiere matar. ¡Manda al viento, por favor, te lo suplico, que me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma!”. Salomón se apiadó de él y mandó al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Al día siguiente, el profeta le preguntó a Azrael: “¿Por qué miraste tan mal a ese buen hombre, que es un devoto? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria”. Azrael respondió: “Interpretó mal esa mirada. No lo miré con rabia, sino con asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India, y me dije: ¿Cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a la India?”.
Lo más probable es que uno se muera en la ciudad donde pasa más tiempo, que casi siempre es la misma donde nació. Sin embargo, si uno viaja a un sitio donde las costumbres son muy distintas, el peligro de morir por accidente es más alto. Recuerdo que la primera vez que fui a Londres, hace 40 años, estuve dos veces a punto de que me matara un carro, la primera vez, y un bus la segunda, porque al pasar la calle miré a la izquierda, y no a la derecha, y como allá manejan por la izquierda, ese error es fatal. La última vez que fui, hace dos años, vi que en todas las esquinas y cruces peatonales hay un aviso escrito en letras enormes en el suelo que, creo yo, está hecho para los forasteros y que recomienda: “LOOK LEFT” o “LOOK RIGHT”, según el caso. Creo que esta precaución debió tomarse después de muchos accidentes con turistas. Pero el peligro sigue igual para aquellos que no sepan inglés.
Cuando peores brujos somos y cuando más nos equivocamos en los vaticinios es cuando nos los hacemos a nosotros mismos. “Me moriré en París con aguacero | un día del cual tengo ya el recuerdo. | Me moriré en París —y no me corro— | tal vez un jueves, como es hoy de otoño”, se dijo en un poema César Vallejo. Acertó a medias, porque se murió allá, efectivamente, en París, pero en el mes más cruel, abril, de primavera, y no un jueves de lluvia torrencial, sino un nublado viernes de llovizna.