En los últimos diez días, las noticias de dos naufragios han sido dadas –con muy distinto interés y cubrimiento– por la prensa nacional e internacional. El primer barco se hundió en el mar Jónico, al sur del Peloponeso, en Grecia, la noche del 14 de junio pasado. El motor de un viejo buque pesquero egipcio, que había zarpado días antes de Libia con unos 750 migrantes, empezó a fallar desde el día anterior. Al parecer –porque las versiones son confusas– una lancha de la guardia costera griega se acercó al pesquero atiborrado de gente a la deriva (fugitivos de la pobreza, desplazados de guerra), e intentó remolcarlo. El pesquero viejo y sin motor, de apenas 80 pies de eslora, cargado en la bodega y en cubierta con cientos de desesperados (hombres, mujeres, niños), en mitad de la noche, resultó ser una trampa mortal.
Los tripulantes del pesquero, egipcios, y los mismos migrantes, no querían que los remolcaran, pues querían llegar a Italia. Por movimientos de pánico de los cientos de fugitivos que buscaban una nueva vida, o por imprudencia del bote que quería remolcarlos, el pesquero se volcó y se hundió en cuestión de minutos. Los migrantes que estaban en cubierta, todos sin chaleco salvavidas, cayeron al agua fría y oscura de la noche. Alaridos de terror, gritos de socorro, corrientes y marejadas que los arrastran. Las mujeres y los niños, apeñuscados en la bodega, se hundieron con el barco y, que se sepa, casi ninguno pudo salir a flote. Los cientos de migrantes, a veces familias completas, eran de varias nacionalidades, pero la mayor parte eran pakistaníes, sirios, palestinos y egipcios. Pobres, sí, pero cada uno había pagado € 4.000 (unos veinte millones de pesos) a los traficantes de prófugos. El negocio era de unos tres millones de dólares por este solo viaje.
Un yate de lujo, “Reina Maya IV”, navegaba cerca de ahí y logró llegar al lugar del naufragio a las 3 a.m. Su capitán oyó por radio el llamado de emergencia y se acercó al sitio donde se había hundido el pesquero. El yate, propiedad de un minero mexicano de la plata, de 305 pies de eslora y tres pisos de alto, que venía de Mónaco con unos cuantos millonarios y sus amigos a bordo en viaje de placer, logró rescatar unos cien náufragos esa noche y los llevó al puerto de Kalamata. Los sobrevivientes eran hombres jóvenes, entre los 16 y los 40 años, que habían sido capaces de aguantar horas en el agua.
En los días siguientes, hasta hoy viernes, han sido recuperados los cuerpos sin vida de 82 náufragos más. Los esfuerzos de los primeros días por rescatar a alguien con vida, o siquiera sus cuerpos, han sido pocos, desganados y lánguidos. ¿A quién le importan 500 ahogados? Pocos días después, la noticia de este naufragio fue sepultada por la de otro naufragio que, si juzgamos por los intentos de rescate y por su cubrimiento mediático, es mucho más importante.
Se sabe más de este que del otro. La revista Semana, sin escándalo petrista estos días, ha estado cubriendo “en vivo” este rescate, cosa que no hizo ni con los niños de la selva y mucho menos con los infelices náufragos de Grecia. Hablo del sumergible con un capitán y cuatro pasajeros que quisieron bajar a ver, a cuatro kilómetros de profundidad, los restos del Titanic. Casualmente, dos de estos millonarios curiosos eran también de nacionalidad pakistaní, y no pagaron 4 mil euros por su aventura, sino 250 mil cada uno. El sumergible, de nombre Titán, nunca había sido aprobado ni certificado por organismos oficiales. Su propietario hacía firmar documentos con cláusulas en las que la palabra “muerte” aparecía varias veces.
Para rescatar a estos aventureros se enviaron barcos, aviones, helicópteros, todo un despliegue de la marina de Estados Unidos, con un costo de millones de dólares. El cubrimiento de esta aventura de rescate está en las primeras páginas de los diarios, en los primeros minutos de las noticias de radio y televisión. Cuento los hechos; los comentarios sobran.