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El ajedrez de Chávez

Héctor Abad Faciolince

24 de julio de 2010 - 11:00 p. m.

PARA LOS JUEGOS ADULTOS SE NECEsitan reglas. Los niños juegan sin reglas y ese es su encanto; pero para los adultos los juegos sin reglas no tienen mucho sentido.

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Un niño deja de ser niño cuando acepta las reglas del juego, incluso a sabiendas de que puede perder. El niño vive en la fantasía de que siempre gana porque en la imaginación es fácil ser omnipotente. En los juegos sin reglas no se pierde ni si gana, o cada cual puede tener la fantasía de que ganó y el otro perdió. Los niños, cuando no entienden todavía cómo juegan los adultos, proponen un juego raro: “Juguemos ajedrez, pero sin reglas”. Si uno acepta, todo se vale: los peones saltan, se pueden tumbar piezas del otro a papirotazos, las fichas se disponen en cualquier sitio del tablero. Es aburrido, pero los niños ganan, o tienen la fantasía de que han ganado.

Los adultos tienen una manera de volver a la infancia incluso cuando ya han aceptado las reglas del juego. Muchos hemos vivido situaciones así: el contrincante en el ajedrez que, ante una jugada que lo pone en aprietos, como no se le ocurre una solución adecuada, prefiere tumbar la mesa y tirar al suelo el tablero. Es lo que ha hecho Chávez: en vez de contrarrestar las pruebas de Colombia y demostrar que es falsa la presencia de las guerrillas colombianas en su territorio, prefirió darle una manotada al tablero. Es el recurso de quienes carecen de argumentos.

Chávez no ha sabido leer la historia de Colombia de los últimos decenios. No ha podido creer que Uribe fue elegido por el hartazgo de todas las clases sociales colombianas contra el accionar demente de una guerrilla que secuestra, desplaza, masacra y trafica. Para él lo importante no han sido las acciones de la guerrilla sino su ideología: y con esa ideología se siente, con razón, identificado. Esa simpatía de Chávez con la guerrilla le ha enajenado la simpatía popular local. Chavistas hay por todo el continente latinoamericano. Los únicos chavistas colombianos, fuera de Piedad Córdoba y su camarilla, son los de la guerrilla.

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El mismo Gustavo Petro, candidato de la izquierda colombiana en las pasadas elecciones, tuvo que desmarcarse de Chávez. Ellos habían sido amigos cuando Chávez era un ex presidiario sin poder. Petro fue el anfitrión de aquel militar casi paria que visitaba Colombia sin más recursos que su labia infinita. Pero Petro, astuto, supo muy pronto que si se unía a Chávez sus votos se hundían. Chávez casi no tiene interlocutores legales en Colombia y por eso prefiere —con la hipocresía necesaria para no temer la condena internacional— apoyar a los grupos armados.

El asunto es que en la reglas de juego internacionales darle apoyo, asilo y sustento a los grupos insurgentes de una nación vecina, equivale casi a una declaración de guerra. El Gobierno colombiano es el que tendría motivos para romper las relaciones con Venezuela. Colombia no lo ha hecho porque la guerra entre naciones que comparten una historia común tan profunda es algo que repugna. Y por los intereses comerciales. Venezuela lo hace, no porque quiera una guerra que llevaría perdida, sino porque es una forma de no seguir jugando con las reglas del juego. La bulla distrae.

Es patético que Chávez haya roto las relaciones con Colombia frente a un escandaloso ex jugador y ex adicto; frente a un fanfarrón y fracasado entrenador de fútbol. Maradona es la imagen perfecta de alguien capaz de romper con las reglas de juego con tal de no perder. Él y Chávez son el uno para el otro. Pero que un presidente se ponga así en evidencia es lamentable.

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Fue absolutamente inútil e inoportuno que Uribe pusiera en crisis las relaciones con Venezuela en la agonía de su mandato. Pero quizá, al quererle hacer un daño a Santos, en realidad le hizo un favor: las relaciones con Venezuela no pueden estar peor. La guerrilla “aniquilada” tiene 1.500 hombres sólo en Venezuela. Salvo que haya guerra —lo cual es improbable— de ahora en adelante todo lo que consiga Santos será visto como una mejoría.

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