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En la Ciudad de México a finales de marzo, bajo un cielo más limpio y más azul que los de Fra Angelico, las jacarandas en flor llenan el aire y el suelo de una explosión de un color tan violeta que casi no se ve. El barrio se llama San Ángel y al caminar hacia la calle de La Loma paso por un parque donde veo una banca de piedra dedicada a un arcángel: san Gabriel. El niño que dejé de ser hace un siglo murmura: mi dulce compañía.
Recuerdo que hace 25 años Mercedes Barcha me contó que con su marido habían estado viendo algunas casas coloniales en el casco viejo de Cartagena, pero que al fin no quisieron comprar ninguna por el miedo real, físico, palpable, que Gabriel García Márquez les tenía a los fantasmas. Al fin resolvieron que, para no tener que compartir vivienda con los intrusos del más allá, mejor le pedían a Rogelio Salmona que les diseñara una casa que no tuviera muertos encima todavía. Ahora ya tiene un par, Mercedes y Gabriel, que no sé si merodeen susurrantes y libres por ahí.
En el número 19 de la calle de La Loma los García Márquez vivieron quizá el par de años más intensos de su vida, entre 1965 y 1967. El dueño de esa casa, don Luis Coudurier, tuvo que llamar a sus inquilinos a principios del año 66 a reclamarles el pago del alquiler. Mercedes le informó, impertérrita, que su marido estaba escribiendo un libro y que no podrían pagarle sino cuando lo terminara. “¿De cuánto tiempo se trata?”, preguntó el dueño. “Nueve meses”, dijo la joven Mercedes, y se ofreció a que el marido le firmara una letra, o lo que él quisiera. Don Luis, según García Márquez “uno de los hombres más elegantes y pacientes que habíamos conocido”, contestó: “No es necesario, señora, con su palabra me basta”. En septiembre del 66 García Márquez terminaría Cien años de soledad y con el anticipo de Sudamericana pudieron saldar la deuda.
En el año 2005 el señor Coudurier se comprometió con su antiguo inquilino a que a su muerte esa casa, por haber sido la cuna de Cien años de soledad, se destinaría a la literatura. Y el año pasado su hija, Laura Coudurier, heredera de la casa, cumplió con la palabra del padre, y se la donó a la Fundación para las Letras Mexicanas. La casa fue inaugurada hace dos meses con una serie de estupendas conferencias que Juan Villoro viene dictando sobre la obra del gran escritor colombiano, y desde marzo nos han ofrecido allí algunos estudios para escribir a escritores mexicanos y de otras nacionalidades. Entre los primeros foráneos vamos a estar Lina Meruane, Leila Guerriero y este servidor.
Al final de la caminata que les cuento entre buganvilias, ángeles y jacarandas, bajo un cielo azul y una lluvia de flores ultravioletas, un celador sordo me hizo entrega del estudio asignado. Se trata de la alcoba conyugal donde dormían Mercedes y Gabriel. Desde la ventana veo el patio delantero de la casa, un prado verde inmaculado. En ese momento me entra un chat de Dasso Saldívar, el primer biógrafo de García Márquez, y le digo dónde estoy y adónde estoy asomado. Dasso me cuenta que fue en ese patio donde Gabo vio que una hermosa muchacha negra extendía a orear las sábanas de la casa, y que esa imagen le dio la solución poética para poder creer que Remedios, la bella, ascendía al cielo, envuelta en sábanas blancas.
Me dice también que en la primera redacción de Cien años, las mariposas no eran amarillas, sino azules, y yo le hablo de las flores violas que vuelan en el barrio desde las jacarandas. Dasso cree que en un viaje que hizo a Colombia antes de terminar el libro, Gabo habría visto guayacanes y otros árboles de flores amarillas, y que por esto habría cambiado el color de las mariposas.
Al sentarme ante mi escritorio oigo una voz que parece brotar de la tierra. Un viejo coronel espera en vano una carta. Tardo en comprender que es la voz de Juan Villoro que habla desde abajo, desde el pequeño cuarto, o “cueva de la mafia”, donde un gitano fantasma obró el milagro de escribir Cien años de soledad.
