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El avión de las inválidas

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Héctor Abad Faciolince
13 de mayo de 2012 - 01:00 a. m.
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Voy a una feria del libro en Los Ángeles. Hay que cambiar de avión en San Salvador y nos bajamos en el aeropuerto. Lo de siempre, lo rutinario: filas con inspecciones fanáticas, requisas como masajes cuerpo arriba y cuerpo abajo, compañera de viaje despojada de cremas y perfumes inocuos. En fin, las anormalidades que hoy en día nos parecen tan normales.

Mientras estamos en la sala de espera algo me empieza a parecer extraño. Al principio son tres, y no lo noto. Después son siete y empiezo a registrarlas; se unen otras cuatro y cierro el libro. Mientras lo guardo en el maletín, las 11 se han convertido en 15. Se acercan otras siete. Estoy hablando de sillas de ruedas y todas vienen vacías, un rebaño de sillas de ruedas arrastradas por personal del aeropuerto o de la aerolínea. Cuando las sillas de ruedas llegan a 22, de la sala de espera se empiezan a levantar señoras maduras, digamos de mi edad o poco más, que se van acomodando en las sillas de ruedas. No son todavía personas de esas que ahora llaman ‘adultos mayores’. No son viejas: están como yo, en la vejez de la madurez o en la juventud de la vejez.

Llegan más sillas de ruedas y tienen que acomodarlas en perfecto orden para que no ocupen todo el espacio de la sala. Otras matronas se levantan de sus sillas normales y caminan hasta ocupar muy orondas las sillas de ruedas. Si el pasaporte se les cae en el camino se agachan como si nada a recogerlo del suelo. Ya quisiera yo ser tan flexible.

La curiosidad me mata así que me levanto y me dirijo a un empleado de la aerolínea para saber qué es lo que está pasando. Le pregunto si en Los Ángeles hay unas olimpíadas de discapacitadas o una convención de tullidas o qué. “No, mire”, me dice, “es por el Día de la Madre”. “¿Y eso?”, le pregunto. “Bueno, los hijos mandan por ellas y les recomiendan que se declaren inválidas, para que las ayuden a salir en carritos y las hagan pasar por filas preferenciales”. La boca se me abre y se me olvida cerrarla.

Se acerca un gringo viejo, pero viejo de verdad, muy maltrecho, lento como un caracol, y pienso que también él ocupará su silla de ruedas. Pero no, sigue andando hacia el avión con su bastón y su paso arrastrado. Las inválidas también empiezan a entrar a la aeronave, empujadas por diligentes azafatas. Me acerco a una de las impedidas. “Señora, usted que se ve tan alentada”, le digo, “¿por qué va en silla de ruedas?”. “Ah, no”, me dice, “lo que pasó fue que anoche me descompuse un brazo” (lo levanta), “y además en Estados Unidos la tratan a una muy bien, si dice que es inválida”. Yo me quedo mirando su silla de ruedas y ella me mira a mí. La señora hace señas con la mano para que me acerque. Entonces me pica el ojo y me sugiere: “¿Por qué no pide una?”.

Vuelvo a mi asiento, al lado del poeta Roca. Le digo lo que aconseja la señora: que pidamos también silla de ruedas. “Primero muerto que empujado”, me dice. Un tipo, al lado, acerca su boca a mi oído y me susurra: “Son las madres de los maras, ellos mandan por ellas”. Pienso en sus palabras y me las traduzco al colombiano. Sería como decir aquí “los padres de los paras”.

Tenemos un buen vuelo. A la llegada, un ejército de empleados aeroportuarios espera a las inválidas. Hay 37 sillas de ruedas filadas. Uno de ellos, negro y viejo, se atreve a decirle a otro: “Esta no tiene nada”. “¡Racista, xenófobo!”, le dice la aludida, y el hombre se resigna a empujarla. Pasan por filas rápidas donde les sellan pronto el pasaporte. Al otro lado alcanzo a ver a sus hijos, esperando. No sé si serán maras, pero sí tienen caras de pocos amigos. Cuando sus madres salen, al verlos, como curadas de su invalidez por un milagro, saltan de las sillas de ruedas y corren a abrazarlos.

El poeta Roca, la novelista Reyes y el suscrito nos miramos. Sonriendo repetimos la consigna: ¡Antes muertos que empujados! ¿Las armas de los débiles son la astucia y el engaño? Si es así, nos merecemos el atraso.

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